Imagine que está en su casa, trabajosa y legalmente pagada, viendo una película, leyendo un libro o simplemente durmiendo. De repente dos fulanos le arrean ... una patada a la puerta y entran por la fuerza. Los tipos van embozados, gritando, con la mirada inyectada en sangre y las manos cargadas de hierro. Le ha tocado a usted. No por nada en especial, quizás porque estrenó coche o le vieron bien vestido cuando venía de un bautizo y decidieron seguirle pensando que era un tipo con perras. Lo que es seguro es que no pertenece a esa élite que tiene a una pareja de la Guardia Civil haciendo guardia las 24 horas a la puerta de su chalet. ¿Qué hace?
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No caiga en el error de pensar que esto le cae lejos, que sucede pocas veces o que si sucede sólo pasa en las grandes urbes. En estas páginas de LA GACETA ya hemos leído algunos casos acaecidos en sitios tan céntricos como la Gran Vía de nuestra charra capital.
Seguramente llamaría al 112 y puede que en diez o quince minutos se presente en su casa una patrulla que lo único que podría hacer es dejar constancia de que a usted le asestaron tres puñaladas, a su mujer la degollaron y a sus hijas las violaron. Quizás algún día pillen a los que asaltaron su casa y acaben —tras una temporada viviendo a cuerpo de rey, en una prisión pagada con el impuesto de sucesiones que usted dejó—, saliendo de la cárcel mejor preparados de lo que entraron. Vivimos en un país seguro —condición que está perdiendo a pasos agigantados—. Aquí no tenemos los índices de delincuencia de Irak, el Congo, Barcelona o el paraíso socialista venezolano. ¿Hasta cuándo? Se supone que la Ley nos ampara y que las Fuerzas de Seguridad del Estado velan por nosotros, por los buenos, por los que pagamos impuestos y respetamos las leyes. Pero no es así, los delincuentes lo saben y se aprovechan de nuestra debilidad y buen rollismo.
¿Por qué no podemos defendernos en nuestra casa? Del umbral de la puerta hacia el interior mi casa es mía, y esa frontera sólo la pueden traspasar aquellas personas que yo considere oportuno. No hablo de tener una pistola debajo de la almohada, ni espadas o machetes, hablo de simple autodefensa. Algo tan sencillo y legítimo como poder inflarle la cara a leches al desgraciado que entre en tu casa sin tu permiso, con la tranquilidad de que no vas a tirarte el resto de tus días en la cárcel, o a pagarle a sus vástagos una millonada indecente por haberle crujido el cuello a su señor padre.
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Pero ya sabemos que lo correcto, y más en este bendito país, no camina por senderos rectos.
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