Cuando hace cien años se firmó el armisticio de la Gran Guerra, el mapa de Europa reflejaba ya una configuración geopolítica radicalmente distinta de la ... que existía antes del conflicto, un conflicto que trastocó las fronteras de media Europa e hizo posible el nacimiento de nuevos estados. Al iniciarse el siglo XX había en el mundo siete grandes imperios: el otomano, que se extendía por lo que hoy es Albania, Macedonia y Turquía; el austrohúngaro, considerado como la segunda potencia europea después del gran imperio ruso de Nicolás II; el germánico, de Guillermo II; y el gran imperio británico, que llegó a ser en tiempos el más grande de la historia, pero que ya mostraba signos de decadencia. En Asia estaba el imperio chino, que había permanecido sin grandes modificaciones durante casi dos milenios; y rivalizando con él, el japonés, encabezado por un emperador que era casi una divinidad, y que, perdido ese carácter de ungido religioso, conserva el título en el nuevo heredero.

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Después de la Primera Guerra Mundial en Europa había trece nuevas repúblicas donde en 1914 había solamente tres, prueba irrefutable de esos nuevos equilibrios de poderes y distintos territorios y ciudades que en el transcurso de pocos años habían cambiado varias veces de manos. Trieste podría ser un ejemplo de estos trasiegos. Ese mapa de hace cien años volvió a sufrir modificaciones tras la Segunda Guerra Mundial, cuando pudimos contemplar la consolidación de dos grandes poderes que se repartirían sus respectivos ámbitos de influencia mundial: los Estados Unidos y la Unión Soviética. Y aún experimentaría nuevas alteraciones nuestro mapa una vez derribado el Muro de Berlín.

Pero no olvidemos que históricamente otros muchos conflictos habían afectado a la geografía europea de forma considerable: la Guerra de Sucesión de España (intencionada e interesadamente manipulada aún hoy día por los independentistas en Cataluña), la Guerra de Sucesión de Baviera, la Guerra de Sucesión de Austria, la Guerra de los Siete Años, etc., hasta llegar a las contiendas napoleónicas y a las subsiguientes idas y venidas de fronteras. O la guerra de Crimea de mediados del XIX, todavía coleando debido a las tradicionales pretensiones rusas sobre esta península, anexionada en fechas recientes a pesar de las reclamaciones de Ucrania.

Fragmentaciones forzadas, nacionalismos cerriles, intereses económicos disimulados y ambiciones políticas más o menos explícitas harían que si un europeo de principios del XX pudiera regresar al continente, quedaría asombrado ante tanta mudanza territorial. Y los independentistas de diverso pelaje aún quieren aportar renovados diseños fronterizos. Está visto que muda el lobo los dientes, mas no las mientes.

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