UNA de las mejores cosas de escribir novelas es que puedo imaginar ser cualquier persona. Ayer me convertí en un genio del mal y tracé ... un plan diabólico para someter a España:

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Primero infiltraría a políticos decadentes en el Estado. Está claro que esto no me supondría mucho esfuerzo. Ya no existen hombres abnegados que miren por el pueblo. Líderes como Carlos I, Felipe II o Suárez no van a volver a repetirse y, si se dieran, serían rápidamente silenciados y denostados a cañonazos por sicarios “periodísticos” como Ferreras o Griso.

Después buscaría la destrucción moral de la población. ¡Divide y vencerás! ¡Sí, haré que se odien entre ellos! —dije entre risotadas—. Es muy difícil doblegar a un individuo independiente, moralmente fuerte, de valores arraigados y férreas creencias. Pero si ridiculizase su fe derribando cruces y ninguneando sus valores tradicionales; si le desposeyera del sentimiento de pertenencia a una unidad territorial; si deslegitimase la razón, e impusiera la chabacanería y la locura; si forzase el mestizaje y demonizase la figura del hombre blanco y heterosexual; si mediante planes de estudios convirtiera al pueblo en analfabeto; si truncase el futuro de sus jóvenes obligándoles a emigrar y convirtiendo el sueño de tener una casa, un empleo y una familia en una pesadilla inalcanzable; si primase el individualismo del “yo” egoísta sobre cualquier otra vida humana y legalizase lo impensable, desde el bestialismo a la pederastia, sólo quedaría una masa informe y purulenta, caprichosa, veleidosa y consumista que, vaciada de espíritu crítico, podría manejar a mi antojo.

¿Qué es un hombre si lo único bueno que hace en su vida es dormir y comer? Una bestia y nada más.

Por último, una vez logrado lo anterior, les haría dependientes de mí: La Bestia Estatal. Destruiría su tejido productivo, sus empresas, sus negocios y gravaría con impuestos hasta el aire que respirasen; machacaría la iniciativa privada y sólo prosperarían aquellas empresas que yo quisiese para que, con el tiempo, abandonaran cualquier iniciativa productiva que buscase la innovación práctica y el progreso humano. Únicamente permitiría que se fabricasen inútiles objetos caducos y aplicaciones que les permitieran grabarse haciendo el imbécil con una musiquita de fondo. Exprimiría sus fuentes de ingresos hasta los tuétanos para convertirlos en meros pedigüeños cuencoarrocistas. Al mismo tiempo seguiría endeudando el país; saturando su administración con cargos improductivos duplicados y triplicados y, cuando todo estuviera a punto de colapsar, diría que las pensiones son insostenibles y que, quizás, no sea tan mala idea eso de suicidarse con una pastillita a los ochenta años. ¿Quién quiere vivir tanto?

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Y sentado en mi calavernario trono, con los pies enjuagados en un barreño de sangre y las uñas ennegrecidas por mi vileza, habiéndolos diezmado económica, intelectual y moralmente, no les quedaría otra que postrarse ante mí pues, aterrados, pensarían: ¿y si quien le sustituya es aún peor?

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