Hay ocasiones en las que las remembranzas de la infancia surgen con fuerza. Uno de esos recuerdos de la niñez es el de un tío ... abuelo fabricando madreñas en el corral de casa. Yo seguía con la curiosidad de privilegiado testigo el proceso mediante el cual un trozo de abedul se transformaba a base de certeros golpes de hacha y hábil manejo de azuela, gubia y bastrén, en ese calzado rústico al que se le llegaron a atribuir virtudes frente a la expansión de los virus: la madreña asturleonesa de secular tradición. Una vez terminada y pulida la madreña –en ocasiones barnizada o pintada-- se “herraba” con tres tacos de goma en la base o con gruesas cabezas de clavos para que el usuario no resbalara al pisar hielos y nieves invernales. Ocasionalmente incluso se reforzaba la parte anterior con una arandela con el fin de impedir que la madera se rajara a causa de un posible golpe o de cualquier otro percance.

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Antiguamente los escarpines resguardaban el pie dentro de la madreña. Posteriormente, el calzado fue –y sigue siendo— la típica zapatilla de toda la vida, que mantiene la temperatura y permite dejar las madreñas en el exterior de la casa. Así íbamos los rapaces a la escuela. Con las madreñas no hay virus ni bacterias que entren en el hogar. Todo elemento patógeno se queda fuera. De parecida factura son los zuecos, las zocas y galochas –las cholas alistanas y sanabresas son de distinta naturaleza, aunque de similar uso y funcionalidad --, tan usadas antaño en determinados medios rurales. Así pues, las madreñas son productos ecológicos, naturales, confortables y, sobre todo, útiles tanto para transitar por calles embarradas del pueblo como para laborar en cuadras, establos, apriscos, cortes y cebaderos.

Las beatas dejaban las madreñas en el portal de la iglesia. Una de las maliciosas diversiones infantiles era cambiar de sitio y desemparejar alguna, de manera que cuando las devotas mujerucas de velo en la cabeza salían de misa, del rosario o de cualquier otro oficio religioso, se organizaba un gran revuelo hasta dar con la pieza que a cada una le correspondía como legítima propietaria. No faltaban, claro, los denuestos, improperios y algún pescozón a raíz de esas inocentes diabluras.

Octavio Álvarez subió hace unos años calzado de madreñas al Kilimanjaro. Alpinismo en madreñas a más de cinco mil metros para asombro de guías y turistas en plena época del goretex. Con sus zapatillas a cuadros. Y un par... de madreñas. Conserva este babiano de Pinos las madreñas que le hicieron famoso en la expedición africana, así como los recortes de prensa, recuerdos típicos y demás testimonios gráficos que dan fe de la gesta. Yo tengo mis madreñas y las uso en el pueblo con cierta soltura. Aspiro, eso sí, a no tener un esguince, que es el mayor riesgo de los usuarios noveles.

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