Habrá que reconocer que en aquellos veranos de antes era maravilloso salir a media mañana a comprar el pan y el periódico con la cara ... descubierta, como si no pretendiésemos asaltar un banco en mitad del trayecto.

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Como también lo era tropezarte de pronto con un amigo, que había regresado de vacaciones a la ciudad y darle un abrazo sin ningún tipo de recelo. A continuación, y sin miedo a fundirte con el enjambre que se acerca amenazante por la misma acera, caminar con él hacia el primer bar y pedir una cañita fresca y una ración de patatas bravas, y allí mismo de pie ante la barra, dar buena cuenta del aperitivo sin pensar que no hay más de un milímetro de distancia con respecto a ese cliente que a tu derecha o a tu izquierda devora su pincho de tortilla.

En el televisor encendido para casi nadie en una esquina, en vez del señor ministro lanzando cifras de contagios y defunciones o una presentadora embozada advirtiéndonos de nuevos rebrotes en la comunidad, el gentío se arremolinaba en las gradas gritando alborozado después del primer gol con el que promocionaba el equipo de la ciudad y el camarero tenía tiempo de aburrirse tras la barra y maldecir al árbitro por ese clamoroso penalty no pitado, porque no debía acudir cada cinco minutos a desinfectar las mesas de la terraza o a limpiar el baño del que acababa de salir un parroquiano tras aliviarse de líquidos.

De pronto, tras el ventanal pasaba otro amigo que venía del trabajo y salíamos corriendo a buscarlo, para que entrase a refrescarse: “Camarero, otra cerveza para el caballero por favor”.

El amigo que venía del trabajo, quería sin embargo resarcirse y matarnos de envidia así que seguidamente se sacaba de la cartera un par de flamantes entradas para escaparse con su chica el fin de semana a un festival de música indie en la costa alicantina. De regreso a casa, en Federico Anaya, nos asaltaba la sonrisa de la muchacha de la tiendecita de pastas artesanales, hoy condenada tras el burka impuesto por el coronavirus.

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Los veranos de antes eran una sucesión de milagrosos asuntos cotidianos que nos hacían casi felices aunque no fuéramos muy conscientes de ello. Me pregunto si algún día los recuperaremos.

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