Dos meses han pasado ya desde el inicio de esta alucinante experiencia de la pandemia, para casi todos la más dura y traumática, en lo ... colectivo, de nuestras vidas. Quizá por ello, porque deseamos ardientemente encontrarnos en el inicio del fin, empieza a aflorar en nosotros, por primera vez en todo este tiempo, el deseo de establecer balance, de mirar hacia atrás y agrupar ordenadamente el cúmulo de recuerdos y sensaciones que se han ido sucediendo en estas semanas de reclusión, muchos de los cuales nos acompañarán ya siempre.

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En mi memoria, como símbolo particular de esta época maldita, emerge a menudo el recuerdo de un breve recorrido, de apenas diez minutos, con destino al quiosco de la Plaza Mayor, en una mañana de domingo fresca y limpia, de finales de marzo, en la que apenas encontré a mi paso a un par de personas, encogidas por el miedo. Silencio, solo silencio, pero combinado con dos escenas distópicas más dignas de la ficción que de una realidad que entonces parecía definitivamente desvanecerse. La primera, la visión a lo lejos de una pareja de operarios de limpieza embutidos en una especie de traje de astronautas, de penetrante color blanco, dedicados a la desinfección de unos contenedores de basura. Y la segunda, más sutil, el descubrimiento de que en esa Plaza Mayor que siempre había visto desbordada de gente y bullicio, las palabras que pronunciábamos rebotaban ahora bajo sus soportales y volvían a nosotros formando un eco estremecedor.

Pienso, por otra parte, en qué cosas recordaré del clima colectivo en el que vivimos estas semanas y no consigo evitar el bochorno y la vergüenza. Se ha instalado entre nosotros, quizá definitivamente, un espíritu sectario en el que la práctica de arrojar los muertos a la cara del adversario no solo se ejerce con alegría e irresponsabilidad sino con el aplauso social de muchas personas que conocemos, queremos y en otros órdenes admiramos, pero que en esta materia actúan víctimas de una inquina cuyo origen resulta indescifrable. Se confunde todo, se mezcla todo, y las críticas, no solo legítimas sino a menudo justificadas, se convierten en materia para el insulto más grueso y hasta para la denuncia penal. Pero es que, en la otra trinchera, se sostiene también, contra toda lógica -y lo peor, consiguiendo la ovación incondicional de gentes ilustradas, por lo demás de excelentes cualidades humanas y profesionales-, que la misma responsabilidad en lo que sucede que tienen los gobiernos la tiene, si no más, la oposición. Quienes alguna vez pensamos que, visto en qué manos estábamos, llegaban tiempos de administradores formados y experimentados, que nunca más colocaríamos democráticamente en puestos de responsabilidad a frikis carentes de cualquier mérito objetivo, podemos ir desengañándonos. En esta era de pesadilla vencen por goleada, una vez más, los miserables que alimentan la división para encubrir su incompetencia.

Pero pienso también en nuestra capacidad de adaptación a los tiempos, esa que constituye la clave de la especie humana. Y me sorprendo al rememorar detalles y costumbres, nuevas y pequeñas rutinas, que también se quedarán con nosotros, endulzando el recuerdo de unos momentos tan amargos. Son ya unas cuantas. La tiendecita cercana, que nunca, ni en los peores días, llegó a cerrar, y que siempre tuvimos a mano para satisfacer una necesidad sobrevenida. El “pan de la abuela” o el pan rústico de la tahona más próxima, que hemos descubierto ahora y ya nunca dejaremos de consumir. El supermercado de la calle de al lado, con sus empleados y empleadas que no perdieron nunca el control ni la amabilidad. El quiosco de la prensa, en el que siempre hubo margen para interrogarnos con pocas palabras por cómo estábamos y hacia dónde se encaminaban las cosas. La imagen de ese vecino que vive solo, frente a nosotros, a quien no conocíamos, y a quien vemos pegado a la ventana cada día minutos antes de las ocho para compartir, deseoso, un aplauso colectivo que nunca ha sido solo el homenaje debido al personal sanitario sino ocasión para comprobar que ahí seguíamos, espantando juntos el silencio. La imagen, en fin, de los ancianos que queremos, a quienes aún no hemos podido abrazar, pero sí acudíamos a saludar, desde la calle, mientras ellos asomaban emocionados por una ventana o el balcón de sus casas.

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Ojalá que “esto” termine pronto. Y ojalá que cuando haya que cerrar definitivamente el balance, lo que quede nos permita reemprender el camino en un mismo proyecto colectivo, sin odios y sin rabia. Ojalá seamos capaces de recomponer aquella “hermanable reunión de hombres libres” que el diputado americano Mejía Lequerica añoraba en 1811, durante las Cortes de Cádiz, en una ciudad, por cierto, también diezmada por la peste.

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