Escribo con el ánimo encogido todavía por la muerte de Alexis Ravelo. No sé si tuvieron la suerte de conocerlo. Yo sí. Un par de ... entrevistas o tres en sus visitas a Salamanca,presentación de libros, el nunca suficientemente ponderado congreso de Novela Negra y ya me parecía que éramos amigos de toda la vida. Un pistolero del ingenio, hablador y friolero, cuyo adiós me dejó un mordisco de pena.
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Volvía a casa rumiando la noticia por un camino algo diferente, hasta pasar por un local en derribo en Alfonso IX. Ladrillos, polvo, esas colgaduras del techo que enseñan los endebles esqueletos de los desagües. Vaya, eso es ahora la que fue mi primera biblioteca. La de la Caja en el barrio Garrido.
Desconozco el porvenir del local, ojalá muy brillante, pero se me clavó la clásica punzada de nostalgia que acompaña las visitas al territorio de la niñez cuando ves que, más que retoques propios del tiempo, por allí ha pasado el monzón.
Aquel lugar, por lo menos para los más pequeños, tenía un funcionamiento muy particular. Acudías al mostrador con el carnet de lector infantil (eran tiempos en los que no había que ser muy mayor para disfrutar de una libertad de cercanías) y esperabas a que una sufrida bibliotecaria te atendiera. Tú le decías qué libro, o qué tipo de libros, querías y era ella la que iba a las profundidades de las estanterías y volvía con él o, a menudo, con una pequeña montaña de títulos más o menos similares.
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¿Han oído el socorrido chiste de calippo no me queda, niño? Pues lo mismo, pero en libro. Si pedías uno de Alfred Hitchcock y los Tres Investigadores, si no te valía el misterio de la calavera parlante, pues te llevabas el del gato de trapo. Igual con los Elige tu propia aventura, Tintín o el Pequeño Nicolás.
Y ella, un dedo enredado en sus rizos, aguantaba con paciencia franciscana las caras de urgencia de otros usuarios mientras tú, como hacías delante del kiosco para rentabilizar tu escaso capital, tratabas de elegir la mejor opción.
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Se cerró la biblioteca de la Caja (por suerte el barrio cuenta con un magnífico centro municipal), como se cerró la siguiente a la que me aficioné, la Sánchez Ruipérez. ¡La Fundación es más necesaria en Madrid!, nos dijo un señor un día. Y hoy don Germán mira triste hacia la nada.
Será, como dijo Ravelo que “en este nuevo país que avanzaba, cojeando, hacia el futuro, solo existían ya dos instituciones de las que no podía dudarse: El Corte Inglés y la Corona” (Los nombres prestados, Siruela). Y ya veremos.
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Pero nos quedan bibliotecas públicas, ferias del libro, librerías como cuartos de estar donde nadie te mete prisa y que traen a Salamanca a tipos como Ravelo o Domingo Villar. Y eso es un tesoro.
Un verano mi padre le comentó a un amigo que me había dado por ir todas las mañanas a la biblioteca. Dónde irá, fijo que el chaval se te ha enamorado.
Era verdad. Me había enamorado de los libros.
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