No me refiero al lenguaje orwelliano, la neolengua que hace que “las mentiras parezcan verdades”, tan estudiado, incluso desde las páginas de este mismo periódico. ... Tampoco entraré en si el lenguaje político es un lenguaje especial o si estamos ante un uso concreto de la lengua común. Se trata, simplemente, de hilar algunas reflexiones acerca de lo que todos los días oímos a nuestros políticos y leemos en sus entrevistas o en las crónicas de la prensa que es, a fin de cuentas, la encargada de interpretar las inconexas, abstrusas e ininteligibles perlas que verbalmente perpetran nuestros representantes en las distintas bancadas de los múltiples parlamentos, asambleas, juntas, etc.

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El lenguaje político, ya lo advertía Eugenio de Bustos, no es inocente, sino que intenta manipular nuestra conciencia y mover a la opinión pública en una dirección determinada. Existe una especie de jerga asumida por la sociedad que da por supuestos ciertos principios que bien podrían considerarse como empíricos en esa forma especial de comunicación. Jerga que con frecuencia lo que oculta no es más que una ominosa ignorancia. Lo cual no debería extrañar, habida cuenta de la extracción cultural de tanto advenedizo de la política, ya sea local, regional o nacional.

La primera academia de la lengua en “politiqués” anida en los propios partidos. De ahí salen los polluelos debidamente incubados antes de volar solos hacia los cargos a los que legítimamente aspiran. O sea, a medrar lo que se pueda. Y comienzan las primeras declaraciones preñadas de pobreza expresiva, manidos clichés, perífrasis innecesarias, galimatías, aparentes cultismos, incongruencias y simples meteduras de pata. De modo inmediato vienen las rectificaciones: “Mis palabras están sacadas de contexto, no se han interpretado correctamente, han sido manipuladas”, etc. El adversario hará lo propio con la más emotiva retórica, sin eludir laberintos verbales, innovaciones léxicas, falsos eufemismos, barbarismos o simples burradas. No se busca instruir sino remover emociones; no es preciso rebatir con argumentos lógicos sino apabullar con ruido mediático.

Los periodos electorales son proclives al deleite expresivo, pero los debates parlamentarios no se quedan cortos. Crónicas, actas, discursos y transmisiones en directo colman el asombro del ciudadano algo instruido en el uso del idioma. Lo malo es que, como sucede con la oratoria en el entorno futbolístico o en el taurino, inconscientemente la acabamos copiando.

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Hay políticos polimorfos que usan vocablos polisémicos: nacionalismo, autodeterminación, casta... Y expresiones, como “dictadura del proletariado”, a la que ya no apelan ni quienes la veían como máxima expresión de la democracia. ¿Siguen pensando lo mismo hoy día los populistas ansiosos por gobernar?

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