Cuenta Adrian Shubert en su voluminosa biografía del general Espartero (el político, sin duda alguna, más idolatrado de su tiempo, pero difuminado hoy en la ... memoria colectiva, como casi todos los personajes de nuestra tradición liberal) que en 1854, cuando la revolución de ese verano llevó al “Gran Pacificador”, al héroe militar que había puesto fin a la Primera Guerra Civil Carlista, a la presidencia del gobierno, uno de los primeros problemas a los que tuvo que enfrentarse fue el de decidir un destino para María Cristina de Borbón, madre de la reina Isabel II, regente tiempo atrás y símbolo para muchos de la corrupción del régimen político que se había instalado en 1843 y acababa entonces de quebrar.
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María Cristina, en efecto, a los pocos meses de enviudar del rey Fernando VII, había contraído matrimonio en secreto con Fernando Muñoz, un guardia de corps de modesta extracción social y talento para el dinero, a pesar de que esa unión “morganática” resultaba legalmente incompatible con su condición de regente, que ejerció durante siete años, entre 1833 y 1840, hasta que la revolución de este último año colocó en su puesto al propio general Espartero. Tras un primer exilio en París, entre 1840 y 1844, María Cristina regresó a España cuando su hija fue declarada mayor de edad y se convirtió en la reina Isabel II. Desde entonces disfrutó abierta y públicamente de su papel de reina madre con su nueva familia y, junto con su marido, ennoblecido con el título de duque de Riánsares y la grandeza de España, desplegó una notable influencia política (siempre a favor del sector liberal más conservador) y, sobre todo, aprovechó aquellos tiempos de boom especulativo para realizar grandes negocios en muy diversos sectores, como la bolsa, los ferrocarriles e incluso —según parece— la trata de esclavos, hasta redondear una considerable fortuna. Lo explica Isabel Burdiel, la gran biógrafa de Isabel II.
Por eso, en 1854, cuando tuvo lugar la revolución que abrió el llamado “Bienio Progresista”, las iras de los exaltados se dirigieron contra la pareja Muñoz-Borbón, que encarnaba para muchos todos los males posibles: la avaricia, el ansia de poder, los negocios a la sombra de la política, es decir, lo que ahora llamamos el tráfico de influencias... Como había sucedido en la revolución francesa con la reina María Antonieta, y como sucedería en otros muchos acontecimientos revolucionarios, la figura de una mujer, a la que ahora solía llamarse con sarcasmo “Borbón de Muñoz”, “esposa de don Fernando Muñoz” o “duquesa de Riánsares”, se convirtió en la síntesis abominable de todas las inmoralidades y, por tanto, desde la apelación a lo emocional, en un poderoso agente movilizador para el cambio político: lo ha estudiado, por ejemplo, la profesora M. Cruz Romeo y basta con asomarse a las páginas de “El Centinela de Pueblo”, uno de los periódicos que se publicaban en Salamanca en aquella época, para corroborarlo. El palacio de María Cristina en Madrid, situado en la calle de las Rejas, al lado de la sede actual del Senado y muy próximo al Palacio Real, fue asaltado por las masas durante las violentas jornadas revolucionarias de julio de 1854 y la atemorizada exregente pidió al gobierno que la ayudase a abandonar España para exiliarse de nuevo en París. Aunque muchos revolucionarios querían detenerla y llevarla a juicio, Espartero prefirió acceder a sus deseos. Protegida por la Milicia Nacional, María Cristina y los miembros de su numerosa familia (tuvo ocho hijos con Fernando Muñoz, cada uno de los cuales recibió un título nobiliario de su hermanastra Isabel II) marcharon finalmente a Francia, a través de Portugal, al tiempo que el gobierno decretaba una confiscación temporal de sus bienes que más tarde se revisaría. Allí, en Francia, permaneció hasta su muerte, en 1878, sin regresar a España más que ocasionalmente, ejerciendo una escasa influencia política, pero disfrutando de sus riquezas de modo semejante al de las más acaudaladas familias burguesas de París, con mansiones en los alrededores de la capital y residencias en la costa de Normandía.
Bien sabido es que más allá de las apariencias, la historia nunca se repite, salvo porque se ocupa de los seres humanos en el pasado y estos, distintos en algunos aspectos según las épocas, han sido, son y seguramente serán, en otros muchos aspectos, siempre la misma cosa. No conviene, por tanto, forzar los paralelismos con personajes de nuestro presente cuya talla histórica resulta incomparable a la de aquella María Cristina. Pero hay que reconocer que a veces las apacibles lecturas de verano se rebrincan y nos juegan una mala pasada. Como si quisieran sumarse, también ellas, a estos infelices tiempos de pesadilla que vivimos durante el verano de 2020.
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