Ante la realidad de hoy, un sábado cualquiera, partamos de una base y asumámosla: el mundo no ha cambiado en los últimos veinte años; el ... mundo del siglo XXI, simplemente, es otro, y es peor, pues nos hemos acostumbrado a tener una vida “made in China”, falsa, barata y defectuosa.

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Fukuyama, Chomsky, Nicholas Carr, Negroponte, Jean Jacques Servan-Schreiber o McLuhan, no podían imaginar que sus pensamientos sobre el hombre, la sociedad, la comunicación y el desarrollo iban a acabar corrompidos por el ocio visual y sedentario, y por el dominio político de la dictadura del proletariado en la que vivimos, entendiendo por proletario a un peón albañil o a un notario. Hoy, y la crisis del coronavirus no hace sino refrendarlo, la sociedad y sus élites se han diluido en las aguas sucias del “buenismo” y lo políticamente correcto: el triunfo absoluto de la mediocridad y el fin del crecimiento intelectual y autónomo. El escritor canadiense Douglas Coupland sí lo vio venir, pero se consideró la visión de desencantadas maneras juveniles de vivir bajo las nubes de Vancouver.

Las élites actuales (y a propósito de la presidencia de Trump que ahora acaba) no son otra cosa que pura casta política palmera y parasitaria; las estadounidenses formadas, eso sí, en la Ivy League, y las españolas, licenciadas en Derecho a trancas y barrancas, pero ambas amarradas al escaño legislatura tras legislatura. Y por eso ha caído Trump en la desgracia de ser odiado y en su propia e insoportable soberbia con pose de estibador: ha sido un bocazas en un mundo de adocenados, de élites de corte melifluo (“ni una mala palabra, ni una buena acción” es su discurso) cuya única misión es mantener sus privilegios y contentar al “establishment” progre y tecnológico, factores que han propiciado en España, por ejemplo, la llegada de “Podemos” a las instituciones, algo que hubiera sido imposible en una sociedad democráticamente sana e intelectualmente formada.

Volviendo a Trump, las élites han conseguido echarlo de la Casa Blanca por representar una amenaza, pero no para el mundo ni para la vida nacional, sino para ellos, sus “zonas de confort” personal y sus autopistas para el tráfico de influencias. Trump no era uno de ellos, es un bravucón que dice lo que le viene en gana... porque no depende (tanto) del sistema. Incluso Melania ha sido víctima de ese odio de casta: ¿cómo es posible que una mujer tan guapa y elegante no haya sido objeto de portada de las refinadas (y progres) revistas femeninas, todas ellas estadounidenses? Camelot, como el otro mundo que conocimos, son ya una vieja historia.

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