La serpiente de verano este año iba a ser un cocodrilo. Lo cual me lleva a cuando de chiquillos inventábamos palabras, entre graciosas e ingeniosas, ... tales como “cucudrulu”. Ahora tenemos cocodrilos en el diccionario, pero no en el Pisuerga. Hay un libro, coordinado por mi admirado colega de la facultad de Filología Julio Borrego, que lleva por título, precisamente, Cocodrilos en el diccionario, y se publicó bajo los auspicios del Instituto Cervantes. “Superguay, superchulo, tía”, que diría esa eminencia gris podemana que empolla un ministerio desde el que se desparraman off the record vulgaridades gramaticales que ponen “los pelos de gallina”. Recomiendo la lectura del volumen de Julio y sus colaboradores para quienes deseen conocer los derroteros por donde transita el cada vez más deteriorado idioma español. Aunque nada sorprende ya en un contexto como el político, donde eximias figuras a medio camino entre los canis pijiprogres y las chonis anarcohippies, entre amigovios y follamigos, agreden sin piedad la lengua que deberían respetar. Y de la que viven.
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Mucho se ha escrito sobre las perversiones del lenguaje plenamente aceptadas hoy día. Una de ellas tendría que ver con la etimología de cocodrilo, que, en puridad, debería haber dado crocodilo. Es un caso similar al del murciélago, cuya evolución nos llevaría a murciégalo; pero mejor no sigamos con las andanzas lingüísticas de este ratón ciego volador, porque podríamos acabar en Wuhan y sabemos lo que vino de allí.
Quien más entiende de cocodrilos prehistóricos es Emiliano Jiménez, hacedor de la Sala de las Tortugas de la facultad de Ciencias, que acoge una extraordinaria colección de vertebrados fósiles. Hay un apartado específico para cráneos, huesos y dientes de cocodrilo, lo cual da idea de la proliferación de estos voraces predadores, señores de nuestro entorno en el Eoceno. Como muestra de esa voracidad, el caparazón de una tortuga “emilianense” exhibe una buena dentellada. Otro cocodrilo muy popular en la provincia de Salamanca es el que, procedente del Orinoco, cuelga en la pared de la iglesia de Santiago de la Puebla. Venezolano, sí, pero muy anterior a los congéneres reptilianos que ahora detentan el poder en ese sufrido país.
Últimamente han andado a la caza del cocodrilo que viajó del Nilo al Pisuerga, y que, dicen, merodeaba por los bancales vallisoletanos. Afirman que se vieron huellas. En vano, por más que el Seprona y los rastreadores intentaran avistarlo con señuelos y modernas tecnologías. El “cucudrulu” no asomó, ni con lágrimas ni sin ellas. Una pena, porque Lacoste podía haber actualizado el logo con su estampa o, como alternativa, que la piel del saurio transmutara en bolso de Prada o en zapatos Louis Vuitton. Todo ha quedado en una simple capullada preveraniega.
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