Ayer entré en una oficina bancaria y, como tenía dudas sobre la ubicación del departamento al que me dirigía, le pregunté a una empelada por ... el lugar, ubicado en la propia sucursal. Su respuesta fue ya todo un clásico del siglo XXI: boca abierta y cara de haberle preguntado por el campo secreto de pruebas militares conocido como “Area 51”. La miré como diciendo “déjalo” y llegué sin ayuda a mi destino, donde se encontraba otra chica ausente comiendo galletas sin discreción ni sofisticación y para quien yo era invisible. Son momentos en los que recuerdas al Michael Douglas de “Un día de furia”, aunque me gusta más mi papel en un rinconcito de Cascais. Y nunca mejor dicho, pues la deriva del mundo, y de la sociedad occidental en particular, ha tomado tal rumbo errático que lo mejor es buscar “rinconcitos” en los que resguardarse del tormentón.

Publicidad

Estoy en una mala edad, lo reconozco, como en mitad de ninguna parte: la juventud en la que confié ciegamente tanto siendo parte de ella como ya estando fuera, la veo perdida en un mundo extraño y viscoso (recomiendo la lectura de “Una juventud fracasada”, reportaje del semanario francés “L’Express, número del 19 al 25 de enero, sobre redes sociales y adicción al “smartphone”). Y a la vejez la veo carcomida por la gran mentira de la calidad de vida, qué contradicción en mis principios y en mi respeto por el conocimiento y la experiencia. Yo, enemigo visceral de las prejubilaciones o de mandar a casa a los mejores, observo casos como el de Ramón Tamames, y me pregunto qué hemos hecho mal para tener que recurrir a estas payasadas. Si un partido no tiene mejor ocurrencia que montar el numerito con un nonagenario sin nada que decir salvo dar la nota a destiempo, apaga y vámonos. ¿Dónde está la gente brillante? Y rizando el rizo, ¿dónde está la gente “normal”, con sentido común...? ¿No hay nadie de 40, de 50, de 60, de 70 años disponible?, ¿de verdad, no hay nadie en la franja de edad más productiva y equilibrada de una vida? Qué dislate.

Todo, desde encontrar un pintor a gestionar un banco en California (y se nos llenaba la boca con Silicon Valley), se ha vuelto una locura en un mundo paralizado por el miedo al futuro y rehén de lo políticamente correcto, algo insostenible para el progreso del hombre y para la democracia. Estamos en peligro, que es lo que no sabe la recepcionista del banco que visité ayer, la señorita No Sé.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Disfruta de acceso ilimitado y ventajas exclusivas

Publicidad