Hace unas pocas semanas escribía sobre el confinamiento, en sus días más duros, cuando la ciudad era un desierto de piedra —aún más si cabe—; ... opinaba que esa falta de vida, de tráfico, podría haberse empleado en repensar Salamanca, su presente, y sobre todo su futuro inmediato, en “verla” sin el estrés cotidiano y radiografiarla para ver los errores cometidos, las deficiencias quizá no observadas, y las necesidades, sin que los ruidos, los volúmenes, y los movimientos del día a día perturbaran la visión del equipo urbanista. Y cuando digo urbanista no me refiero a los cuatro “mataos” que opinan... ¡y que disponen de decenas de millones! Me da igual políticos que “técnicos” a su servicio (mamá, soy concejal y voy a ser artista). Escribía, y lo he escrito muchas veces, que Salamanca necesita un cuerpo “médico” de urbanistas y paisajistas que diagnostique los muchos males de nuestra ciudad y que proponga soluciones. El problema que tenemos no es un problema de andar por casa, y exige un estudio profesional, experimentado y creativo. Vamos, que Salamanca lo que no necesita es al amiguete del amiguete para diseñar una rotonda (otra más) y para poner un triste arbolito, que acabará seco o tronchado.

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Pero ahora, más allá de analizar y proyectar, el fin del “confinamiento” exige nuevas perspectivas y actuaciones. Además con urgencia. Salamanca, la capital y también su provincia, estaban tocadas por todo lo que sabemos: la despoblación, la falta de oportunidades, un tejido económico muy débil, una Universidad a la deriva, un turismo de poca calidad como consecuencia de lo pobre de la oferta, y hasta el cada vez mayor desinterés de los estudiantes por nuestra bendita “industria” del español, que buscan otros alicientes.

Y si ya estábamos muy malheridos (para mí, de muerte), la era postvirus puede traer mucha, mucha miseria y desolación. Vivir los horrores —y la pena— de una Salamanca con un comercio cada vez más debilitado, nos lleva a que la pandemia podría hundirlo definitivamente si no sabemos aplicarle la receta adecuada, es decir: ayudas, y más ayudas, apoyo, y más apoyo. Salamanca, como ciudad y como ciudad turística, no puede permitirse la osadía de perder una sola tienda más. Y no es que estemos cambiando de vida y de manera de vivirla o entenderla, es que nos estamos acercando peligrosamente a la muerte, en este caso a la muerte de las ciudades tal y como las conocíamos. Y una ciudad sin comercio (y sin coches), no es una ciudad, es un cementerio. Eso sí, con wi-fi que alimente nuestros móviles y que no detenga al “imperio Amazon”.

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