Seguro que en, en estos casi siete meses que llevamos “coronavíricos” todos, nos la hemos formulado más de una vez. Y, con nuestro natural atrevimiento, la habremos respondido en el trabajo con nuestros compañeros, en la terraza con nuestros amigos o en aquella reunión familiar ... que tanto nos desaconsejan las autoridades sanitarias. Es posible incluso que, en este tiempo, nuestra respuesta a la pregunta del millón haya cambiado diametralmente. Así somos.

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A algunos periódicos extranjeros les encanta responderla por nosotros. El Gobierno, sin embargo, no quiere oír hablar de ella. Y, claro, si la Organización Mundial de la Salud ha reconocido recientemente que no sabe responderla, quiénes somos nosotros para descubrir qué está fallando en España para que, tanto en marzo como ahora, seamos uno de los países con mayor número de casos de COVID-19 y de fallecimientos en proporción a nuestro número de habitantes.

Por eso, quisiera invitarles a la reflexión al compartir con ustedes las ideas de un artículo, publicado la semana pasada en “The Conversation”, por el catedrático en Microbiología de la Universidad de Navarra, Ignacio López-Goñi, y el catedrático de Fisiología de la Universidad del País Vasco, Juan Ignacio Pérez Iglesias. Arrojan algo de luz.

Ambos intentan explicar cómo hemos llegado hasta aquí en diez puntos. Curiosamente, aunque desde el principio advierten que no quieren buscar culpables sino solo analizar la situación para que no volvamos a cometer los mismos errores en futuras oleadas, su primera idea es que ha faltado liderazgo. Me ahorro poner nombres. Están en la mente de todos ustedes.

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A continuación, denuncian una evidente falta de coordinación entre el Gobierno y las Comunidades Autónomas y una polarización política que ha usado la pandemia como arma arrojadiza. Lo ocurrido en Madrid estos días constituye la culminación de estos razonamientos.

La gestión de los datos ha sido caótica, dicen. Si a día de hoy todavía no sabemos el número real de muertos por el coronavirus, como para fiarse de otros parámetros fundamentales a la hora de tomar decisiones que frenen la epidemia. Y esta idea nos lleva a otra: se ha jugado con el papel de la ciencia. Se han aplicado medidas amparadas en un comité de expertos que no existía, lo cual ha generado una enorme confusión y desconfianza en la ciudadanía. Urge contar con comités científicos multidisciplinares -en los que también haya economistas, ¿por qué no?- cuyos informes, vinculantes, sean conocidos por todos nosotros.

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Y es que la falta de pedagogía y de transparencia han limado la credibilidad de quienes dirigen la gestión de la pandemia. Las interminables ruedas de prensa, en las que la mentira y las contradicciones han presidido la sala, han provocado una “infodemia” que ha alimentado negacionismos y bulos.

Los autores del artículo al que hago referencia señalan que el proceso de desescalada fue muy rápido, sin control de fronteras y cuarentenas, sin contar con sistemas de diagnóstico eficaces y sin un método de rastreo y aislamiento perfectamente implantado. Se ha demostrado que el número de rastreadores era insuficiente. ¿Cómo es posible que en septiembre se forme a personal del Ejército para este cometido? ¿Por qué no se hizo en mayo?

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Por último, a un sistema sanitario debilitado desde la crisis de 2008, en el que resulta necesario reforzar las áreas de salud pública y atención primaria, se une una respuesta a los brotes lenta y sin contundencia.

Confío en que estas reflexiones les hayan iluminado en mitad de la oscura intoxicación en la que vivimos. Espero -iluso- que nuestras autoridades tomen nota de todas ellas. Y ahora, desde esta tribuna, me atrevo a lanzar el guante a nuestros expertos más cercanos para que respondan a la segunda pregunta del millón. ¿Por qué nuestra provincia siempre ha estado en el “top ten” de mayor incidencia del virus con respecto al resto del país? Aguardo sentado.

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