L OS eruditos pescadores con retel -como son conocidos en Cataluña y Aragón-, lamparilla -en Cuenca- o garapanda -en Palencia-, afirman que los cangrejos rojos ... americanos son lo peor que le ha podido ocurrir a los cauces españoles.

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El cangrejo rojo es un tipo duro, es el Rambo de los cangrejos de río. Su presencia, bermejo de quelas y corinto de tórax, es intimidatoria. Se reproduce como la espuma y aguanta sequías. Es capaz de vivir en aguas salinas, de arrasar un arrozal y, sin inmutarse, ir a por el siguiente. Puede comer hasta carroña.

En cambio, nuestro cangrejo autóctono -el cangrejo ibérico- es un poco señorito y no vive a gusto en cualquier río. Él necesita agua fresca y cristalina, es pequeñuelo y de un verde esperanzador. Además, desprecia los cultivos humanos en favor de la carne.

La colonización de los cauces españoles por parte del cangrejo americano, en detrimento del ibérico, es un claro ejemplo de invasión. Alguien, en algún momento, por ignorancia, buscando algún beneficio propio, o quizás pensando que haría algún bien, decidió introducir la especie americana -los mejores, los más valientes- en los ríos. Está claro que el bicho no sacó un billete de avión y se vino volando desde Tejas huyendo de guerras o de hambrunas. Es muy seguro que esa o esas personas, en los primeros estadios de su llegada, le facilitaran comida y un hábitat a costa del cangrejo local. Yo me pregunto: ¿esto le gusta al cangrejo americano? ¿No sería más feliz viviendo en su regato natal, rodeado por las especies que conoce desde hace eones? Al americano no le mueve ninguna malvada rencilla contra el cangrejo ibérico (y viceversa). El invasor se limita a sobrevivir.

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Pero sigamos con la historia del cangrejo americano. ¿Qué hizo después de que alguien le ayudase a venir? Hizo aquello que mejor sabía hacer y que el autóctono -ya fuera por desgana, comodidad o porque la mano del hombre puso presas en su camino- ya había olvidado. Esto es: procrear hasta desfallecer, comerse hasta las sobras y, en definitiva, echarle huevos y prosperar.

¡Ah! ¿Es que nadie piensa en el pobre cangrejo ibérico? Quizás, quien introdujo al invasor, creyó que ambas especies se agarrarían de las pincitas y explorarían, felices y contentas, el lecho de los ríos al tiempo que entonaban el melancólico estribillo de Imagine. Pero se equivocaron.

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La naturaleza no entiende de racismos, de colores de caparazón ni de géneros. Ella sólo habla un idioma: el de la supervivencia. Es taxativa en sus leyes: el músculo prevalece sobre lo enjuto; y férrea e inmutable cuando de aplicar la disciplina del castigo se trata: se vive para comer o se muere para alimentar.

El cangrejo ibérico no lo sabe pero, tras siglos de historia, ya ha sido condenado a la extinción.

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