Vivo frente a una residencia de ancianos. Siempre me llama la atención el trasiego de visitas de fin de semana o cómo en verano, de ... pronto casi desaparecen los familiares mientras los internos permanecen allí. No sé cómo es por dentro. Por fuera parece agradable, tiene un bonito jardín al que se accede por la puerta principal. Desde la reja de la entrada a veces los veo. No sé si son felices. Yo creo que, pudiéndolo evitar, nunca dejaría a mis mayores en una residencia. (Mi padre murió hace años y mi madre, a punto de cumplir 84, vive en su casa con una persona que la atiende y porque no quiere vivir en la mía...). Pero es muy difícil valorar la situación de cada cual y los motivos que empujan a una familia a tomar esa decisión. A veces la enfermedad no deja otra opción. En ocasiones el cambio de destino, obliga. Pero también existe el egoísmo y la comodidad, que tantas veces deja constancia de su existencia cuando las personas mayores no solo viven en una residencia, alejadas de los suyos, sino que se sienten abandonadas. El caso es que -todos lo sabemos- durante el confinamiento y la etapa más dura del coronavirus, las residencias y todo lo que rodeaba a los viejitos, ha sido pavoroso.
Publicidad
En sus casas, en las residencias, en casa de los hijos... El pánico de sentirse señalados por una enfermedad que podía arrebatarles la paz del final del camino, saber que los abrazos de los suyos podían significar hasta la propia muerte, pensar que si entraban en el hospital se tenían que despedir antes, porque muchos lo hacían y no volvían... Les tocó a ellos vivir la parte más dura de esa etapa. Lo curioso es que ha sido entonces cuando muchos hijos y nietos se han dado cuenta de lo mucho que los necesitan. Del espacio imprescindible que ocupan y de lo mucho que aportan desde él, sea en la propia casa -algunos han estado casi secuestrados, sin remedio, en una habitación del domicilio de sus hijos-, en la suya, o en la residencia. En cuanto el estado de alarma empezó a dar opciones, la estampa de la residencia que observo desde mi ventana comenzó a demostrarlo. Desde entonces, muchos de los internos se quedaban a un par de metros de la reja, dentro del recinto, mientras sus familiares, cubiertos por las pertinentes mascarillas, acudían con sus correspondientes sillitas plegables de madera y se sentaban frente a ellos. Dos a un lado de la reja y dos a otro. Todo lo más. Y turnos, supongo, para ver “yo a mi padre y tú al tuyo”. Desde la distancia, se cruzaban las conversaciones. “Mamá ¿qué tal estás? No sabes lo mucho que te echan de menos los niños. Están deseando verte y abrazarte...”. “Ay hija, a ver si todo esto pasa”. “Pasará, mamá seguro que pasará”. Lagrimas contenidas en los ojos, el corazón removido... Ahora, cien días después, aún no saben cómo comportarse en la nueva normalidad. Sin embargo ha ocurrido algo mágico: los hijos y los nietos han redescubierto la importancia de sus padres y abuelos. La necesidad que tienen de verlos y de quererlos. Aunque estén muy ocupados. Aunque casi no tengan tiempo.
Disfruta de acceso ilimitado y ventajas exclusivas
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.