Hay sagas familiares que han dado de comer a platós completos durante décadas. Se me ocurren dos, encabezadas por dos mujeres, que se disputarían el ... puesto en cuanto a su rentabilidad de cara al de Telecinco (y no solo): la de la Pantoja y la de la Jurado.
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Dos enormes artistas (para gustos están los colores) cuyos nombres han dado muchas más horas de conversación por sus episodios familiares alejados de los escenarios que por su arte. La primera, viva, lleva sufriendo el acoso mediático tanto tiempo, que presumo que no imagina la vida sin él.
Y la segunda ha sido resucitada tantas veces para proporcionar beneficios de todo tipo a cuantos se colgaron de su fortuna y de su nombre, que le debe costar descansar en el otro lado del universo.
Con cualquiera de ambas sagas se podría construir no solo el correspondiente culebrón televisivo, sino también escribir una novela a la altura de Guerra y paz o de Anna Karenina (el talento del escritor debería administrar las pasiones, ambiciones, los elementos históricos y sociales y... voilá).
El arranque de la segunda describe perfectamente un hecho contrastado que demuestran tanto la historia de la Pantoja como la de la Jurado: “Todas las familias felices se parecen. Las infelices lo son cada una a su manera”.”
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Ese retrato del éxito, con sus sonrisas blancas (“dientes, que es lo que jode”, que decía aquella Isabel que paseaba orgullosa de la mano de Julián Muñoz) suele ocultar a ese impostor que es el fracaso. Pero es verdad que las familias felices, mientras lo son o creen serlo son tan estereotipadas como similares. Por eso no interesan. Existe más curiosidad e incluso morbo por la desgracia. Los ricos también lloran. Los artistas reconocidos también.
El público quiere comprobar que si el mundo no es justo, al menos reparte bofetadas también en los lugares de privilegio.
Por eso los personajes de las historias de estas dos sagas (como de algunas otras, aunque no igualen el interés que despiertan estas) se van multiplicando y van exhibiendo ante los ojos hambrientos de los telespectadores, todas sus miserias innumerables.
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Tantas y tan grotescas que serían difíciles de imaginar por cualquier reputado escritor. O quizás sí podría fantasear con ellas, pero no se atrevería a incluirlas en ninguna Historia interminable porque pensaría: “Todo esto carece de verosimilitud y las novelas deben ser verosímiles aunque no sean reales”.
Pero no es cierto. La realidad nos demuestra todos los días que, como bien decía Óscar Wilde, siempre supera la ficción.
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