Bolsas de plástico llenas de ropa acumuladas junto a una puerta; mochilas, cuadernos y pinturas nuevas contra una pared; un tren de juguete a medio ... construir con una vía rota y un comedero de mascota con un poco de agua. La escena imita a la de cualquier casa española en plena mudanza, pero el elemento distorsionador son las cuatro personas que se sientan en un sofá amarillo demasiado pequeño para todos. Sus nombres: Anya, Julia, Tanya y el pequeño Iria, de nueve años. Refugiados ucranianos dispuestos a contar su historia para que todos sepan por qué llevan la guerra en su mirada. Sonríen en una mezcla de nerviosismo y agradecimiento, pero sus ojos dicen mucho más, delatan los muchos días que llevan sin dormir bien, con el retumbar en su mente de las sirenas en la primera noche en Kiev, dónde han dejado sus vidas que nunca volverán.
Publicidad
Con una entereza impropia de estas latitudes, Julia me cuenta que lleva dos días sin poder hablar con sus padres, ellos no tuvieron tanta suerte y no pudieron salir de la ciudad antes de que derribaran los puentes. Ella cogió un tren que le llevó hasta la frontera con la República Checa, escala previa a montarse en un coche con destino a un lugar seguro. No buscaba nada más. Resultó ser España. Lo dice con la mirada fija mientras acaricia a un ejemplar de pequinés con mechas rosas y azules, se llama Yamamoto y evidencia la profesión de su dueña, peluquera. Ahora, Julia también tiene miedo de volver porque en su pasaporte hay un escudo de Rusia y quedará doblemente marcada por la guerra. Víctima y culpable de una realidad descarnada en la que no caben los matices. Allí, en la planta 27 de un edificio de Kiev le está esperando un hogar que no ha llegado a estrenar. No sabe si podrá hacerlo algún día.
Tanya sí sabe que su casa está bien, que no forma parte del macabro paisaje que han dejado los misiles rusos. También ha podido hablar con su esposo, el padre de Iria, al que despidieron como al soldado novato que parte a un futuro incierto. El chico le echa de menos, y también a sus amigos. No entiende por qué le han dinamitado su infancia. El semblante de su madre navega entre la luminosidad con la que anima a su hijo a hablar ante el micrófono y la oscuridad con la que predice que la guerra durará mucho tiempo y ‘con muchos muertos’. Y aparece otra vez esa mirada.
Su historia es la de miles y será la de millones. La de muchos tendrá su punto y seguido en pueblos de Castilla y León, expertos en acoger con los brazos abiertos, un plato caliente y un jornal decente. Frente a la ‘natalidad nacional’ que algunos salvapatrias venden como la solución a la despoblación, esta sí es una propuesta real y tangible para dar vida a un mundo rural que agoniza buscando el sonido de niños jugando en sus calles. Hay solidaridad de sobra en esta tierra para llenar más casas de bolsas con ropa, mochilas y juguetes.
Disfruta de acceso ilimitado y ventajas exclusivas
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.