LA Constitución, nuestra gran Carta Magna, la garante de todos nuestros derechos, está un poco mayor. No son los años que tiene, sino las circunstancias ... en las que nació. Sin desmerecer ni siquiera una micra los méritos de los padres de la Constitución, ni el propio texto que nos ha posibilitado la convivencia, son muchos los estudiosos que recuerdan que necesita ser refrescada para adaptarse a los nuevos tiempos y seguir prestando el mejor servicio. Nuestro país es diferente al del 78 y ahora que somos europeos, que hemos crecido y hemos madurado, sería un buen momento para reconocer de forma más explicita los derechos sociales de los colectivos más vulnerables, revisar las financiaciones autonómicas para que los repartos sean más equitativos apuntar de manera estricta los repartos competenciales entre las comunidades y el Estado, que se hicieron a toda prisa en su día y casi con el temor de las presiones de algunos y que han llevado a multiplicar los gastos de nuestro país y a que existan infinidad de incoherencias en las cuestiones más fundamentales, como son la educación o la sanidad. Sin pasar a la letra menuda —en la que se requeriría también poner especial atención en diferentes apartados—, hay grandes asuntos que, en un país como el nuestro, convendría modificar. Sin embargo, son demasiados los problemas que existen para que se pueda lograr. El primero de ellos es que el sistema de reforma exige la disolución de las Cortes y la celebración de un referéndum. Y el segundo, y tal vez más importante, es que hoy no existe un espíritu de consenso, de entendimiento y de cooperación que pueda conducir a los representantes de los diferentes partidos políticos a velar por los intereses de los ciudadanos, independientemente de cuáles sean sus ideologías. Tal vez todos estarían de acuerdo en el régimen de sucesión de la corona, en incorporar a la Constitución elementos de igualdad real entre hombres y mujeres y proteger los datos personales en relación con el uso de las tecnologías, pero hablar de las renovaciones del CGPJ, de las competencias autonómicas, de las listas abiertas o incluso de la delimitación de los derechos en la sociedad digital por su capacidad invasiva en la intimidad personal es más que complicado. Habría que perder el miedo a las reformas y exigirle a la clase política que se centrara solo en mejorar la Carta Magna para ayudarla a mantenerse como la norma rectora de nuestra convivencia durante muchos años más. Pero es tanta la tensión entre los bloques y la disgregación entre los partidos que no parece que este sea el mejor momento para confiar en ellos.

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