No soy cazador. Sin embargo, confieso que de joven tuve mis veleidades venatorias. De mi padre heredé una escopeta muy querida para él, comprada con ... no poco sacrificio económico. Era un arma muy admirada por su ligereza y precisión. No la utilizó mucho, pero de vez en cuando participaba con otros hombres del pueblo en batidas invernales contra las alimañas. Contra el lobo, preferentemente, que, a nada que se descuidaran los pastores, acababa en una noche a dentelladas con las ganancias de todo un año. Ovejas, corderos o potrillos recién nacidos constituían sus presas favoritas y a ello se dedicaban entonces las manadas con gran empeño. Los cazadores ponían similar denuedo en neutralizar los avances del famélico enemigo. Y si no daban con él, siempre cabía la posibilidad de abatir alguna liebre que, bien guisada con arroz, justificara una espléndida cena de confraternización en tiempos de penurias y privaciones.

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Yo participé en alguna cacería al ojeo en busca de jabalíes. Ni un solo guarro se me puso a tiro. Sí cayó, en cambio, alguna perdiz que otra, ave que inevitablemente acababa en la cazuela. Uno terminaba derrengado de subir y bajar colinas, bordear sembrados y sortear sebes de predios pacederos en pos de los bandos que, por lo general, acababan escabulléndose y cantando entre los escobales y retamas del otro lado del valle. Años más tarde, y ante lo improbable de retomar cualquier actividad cinegética, entregué la sarrasqueta del doce en el cuartel de la Guardia Civil. Al cabo de un tiempo, me llamaron para darme unos dineros por la venta del arma en pública subasta.

No voy a entrar en los intríngulis legales de la caza en Castilla y León. Supongo que las litigaciones en torno a ella son tan absurdas como otras en las que se entremezclan cuestiones políticas, jurídicas, algún bienintencionado interés ecológico y no pocas mezquindades disfrazadas de cándidos buenismos. Con respecto a las económicas, tengo que decir que la caza es para muchos núcleos rurales casi la única fuente de riqueza. Las pequeñas juntas vecinales —eso de lo que algunos autotitulados ecologistas no tienen ni idea de qué es— ceden los terrenos comunes a sociedades cinegéticas y obtienen unos fondos que redundan en beneficios para la comunidad (arreglos de caminos y senderos, saneamiento de manantiales, mejoras de infraestructuras, etc.) allí donde no llegan las subvenciones municipales o provinciales. Esos ingresos suelen complementarse en los pueblos de alta montaña con el arriendo de pastizales para el ganado ovino. Pero me temo que a quienes alientan la polémica de “caza sí o caza no”, les tienen sin cuidado las necesidades de unos pueblos que, entre unos y otros, acabarán por hacerlos desaparecer. Y eso afecta a la solidaridad y también al ecologismo bien entendido.

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