En su último mitin, inmediatamente antes de la jornada electoral, rodeado y agasajado por sus simpatizantes, Albert Rivera, líder de Ciudadanos, les anunciaba exultante: “Os ... prometo que vamos a dar la campanada”.
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Y en efecto, la dio. Tremenda y morrocotuda campanada. Pero qué astuto Rivera. Conociendo que los diccionarios tienen como definición de campanada dos acepciones con significados que pudieran ser completamente antagónicos nunca se confunde, ni arriesga en sus predicciones. Por un lado, campanada viene a significar sorpresa pero sin especificar si mala o buena. Por otro lado, campanada también viene a definirse por la Real Academia de la Lengua como el golpe del badajo a la campana pero tampoco especifica si el toque debe ser el repique de celebración o el toque más taciturno y lento de duelo. Es decir, Rivera no se equivocaba tampoco en ese sentido y nada tendrá que venir a reprocharle su cada vez más discreta tropa de entusiastas: los resultados de Ciudadanos también fueron una sonora campanada aunque por casualidad las urnas lo decantaron hacia el toque fúnebre del que hoy parece su propio entierro político.
Desde su llegada a la política, Rivera se fue convirtiendo en el rey de la ambigüedad. Nadie se ha manejado con más desenvoltura entre significados antagónicos, propagando un discurso que lo mismo significaba una cosa que la contraria. Así ha ido flirteando a derecha y izquierda, jugando con la ingenuidad de los votantes, expulsando del partido a quien se atreviese a cuestionar estos bandazos y obligando a todos los que profesaban fidelidad al líder dentro del partido a desdecirse de todo lo prometido en sus respectivas campañas. El ejemplo más clarificador lo tenemos en Castilla y León donde los sumisos y obedientes representantes de ciudadanos a pesar de repetir durante la campaña de las autonómicas su ferviente deseo de expulsar al PP del Gobierno de la Comunidad ante los sucesivos casos de corrupción, finalmente terminaron pactando con ellos, precisamente para hacer todo lo contrario de lo prometido, en un curioso acuerdo de perdedores con el que se repartían eufóricos sillones y consejerías.
No siempre sucede en el mundo de la política, pero qué saludable resulta ver que a veces el ejercicio repetido de la burla y el engaño termina desnudando al actor ante los apenados ojos de los espectadores.
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