La bolsa era de plástico azul, sin anagramas, de esas que dan en los mercadillos con las compras. La brisa de la Costa del Sol ... acababa de arrancársela al senegalés de las manos: un joven de cuerpo imponente, las piernas muy ágiles y largas, la piel muy negra, la sonrisa amable, blanquísima... Nada que envidiar a cualquiera de los modelos masculinos que publicitan las gotas concupiscentes de las colonias navideñas. Aunque estos obtengan mayor rentabilidad que el senegalés de la bolsa azul, a quien alguna patera puso a salvo en las costas españolas, donde debió comenzar a ganarse la vida vendiendo pulseritas y toallas de colores a las turistas tendidas al sol vacacional.

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La mañana tenía la quietud idílica de los tiempos de promesa. La mañana era además azul como la bolsa. Pero no sabíamos que la mañana también tenía cerca una Greta cualquiera, gárrula y gritona, que vendría a sacarnos de aquel apacible sueño. Y todo por habérsele escapado una bolsa azul al negro.

No acertó el pobre senegalés a dar la primera zancada para alcanzarla, cuando aquella Greta ya estaba chillándole como una loca, acusándole de contaminar los océanos, quejándose de que estaba harta, súper harta, de recoger las basuras de los negros, y escupiéndole otras cuántas lindezas que, solo con recordarlas, me hacen sentir vergüenza. Vergüenza de este mundo de primera línea que repentinamente se ha vuelto friki, vegano, oxigenado, intransigente, talibán, y de un radicalismo que da miedo. El esnobismo de las masas, tan preocupadas por el clima y despreocupadas por la dignidad humana, se manifiesta en discursos diabólicos, llenos de cinismo, que los lobbies compensan con cifras millonarias. “Quiero que entres en pánico” –llegó a gritar al mundo la Thunberg-.

Esa jovencita sueca tan inquietante que alguien ha dicho que se parece a Morticia Adams. Quizás hasta también tenga en su casa una planta carnívora, por si acaso hubiera que alimentarla con la carne de algún negrito descuidado al que se le vuela la bolsa.

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