A Clarice Lispector, mi amor escondido

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Murió Juan Marsé. Me pregunto, una vez más, que será del mundo cuando todos hayan muerto, quién quedará para ... contarlo. Murió Marsé. Me gustaba tanto, desde siempre, y me gustaba más como hombre que como escritor. Aunque yo nunca estuve “encerrado con un solo juguete”, sí lo estuve (y ahí sigo) en su obra cumbre: “Últimas tardes con Teresa”. Imaginé tanto a Teresa, imaginé tanto esas últimas tardes, que me quedé a vivir en ese título de “Seix Barral”. Teresa siempre fue para mí la chica más que inalcanzable, la que nunca llega. Horas muertas en la estación, toda una vida esperando un tren. No, no lloren, para vivir hay que esperar, llegue o no llegue, es un principio carnavalesco, pagano y cristiano: la esperanza.

Juan Marsé muere, y no sólo muere un escritor reconocido, qué pena y tal y tal. No, muere otro hombre cabal, honesto, sencillo. Genial. Mi Jack Kerouac de Barcelona, de ese Guinardó que tanto me gusta, recuerdo de una Barcelona sencilla, tan alejada del turismo y los gilipollas, tan cerca de Badajoz, tan España. Y España no lleva ninguna connotación política. España, a secas, algo tan “normal” como Marsé, boxeador en un ring lleno de palabras. Fantástica velada.

Murió Ferlosio, y ahora Marsé. Aún recuerdo cuando murió Buñuel en México y, aunque doloroso, qué pérdida, me pareció un accidente en el camino, como el de Camus, Françoise Sagan, o George Michael... Murió hasta Anita Ekberg, olvidada en un geriátrico, quién lo diría. Morían los amos del universo y no se notaba. Hablando de amos del universo, hasta murió Tom Wolfe, con quien tantas copas me quedé sin tomar en el bar del Carlyle. Él de blanco, yo de añil... Luego las copas dejaron de servirse y los muertos nos iban enseñando el camino mientras, por delante, lo mejor fue ayer. Aún nos queda Coppola y, en algún lugar (¿Suiza?), Sophia Loren.

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Marsé, su marcha, me hiere. Necesito que alguien hable o, al menos, como esa Teresa que todos llevamos dentro, que esté “ahí”.

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