De unos años a esta parte suelo irme de vacaciones la última semana de junio. Los chavales ya disfrutan de vacaciones; el tiempo acompaña, por eso del calentamiento global; y los alquileres de apartamentos playeros están más baratos que en julio y en agosto, aunque ... cada vez la diferencia es menor. Y este año, en concreto, me he dado cuenta de que esta costumbre está más extendida de lo que yo pensaba.
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En esas andaba hace unos días, contemplando bajo la sombrilla el pausado baile de las olas del Mediterráneo, cuando descubrí que estaba rodeado de abuelos al cuidado de sus nietos. Eran como una plaga. Unos exhibían sus dotes como arquitectos de castillos de arena. Otros gritaban a los pequeños cada cinco minutos que no se alejaran de la orilla. Los había más discretos oteando el movimiento de la chiquillería a través del hueco que quedaba entre el periódico y el sombrero de paja. Todos ellos derrochaban cariño mientras ejercían su papel a la hora de secar a los retoños con una llamativa toalla de Bob Esponja... Allí estaban. Invisibles, como siempre. Más imprescindibles que nunca.
La estampa nada tenía que ver con la del precioso anuncio que habrán visto en la televisión del portal de alquiler de viviendas de nombre impronunciable en el que aparece un matrimonio muy mayor gozando de unas románticas vacaciones al caliente ritmo del tema “03 Bonnie & Clyde” de Jay-Z y Beyoncé. Qué va; los abuelos estaban en la playa para trabajar. Y de qué manera.
Y eso me hizo pensar en la facilidad con la que nos olvidamos de ellos, salvo que se encuentren en nuestro círculo más cercano. Tenemos defensor del pueblo, del universitario, del menor, del paciente, del consumidor, del profesor, del lector, del contribuyente... Sin embargo, todavía en España hay muy pocas instituciones que cuentan con un defensor de las personas mayores. Por fortuna, Salamanca dispone desde hace algo menos de un año de esta figura, encarnada en Jesús Sánchez Rodríguez, un expolicía local de culo inquieto, que se encarga de canalizar, de forma altruista, las peticiones de sus coetáneos al Ayuntamiento.
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Ayer, este infatigable jubilado, fundador de la Asociación Cultural San Juan de Sahagún de Jubilados y Pensionistas de la Policía Local y del grupo Paseando por Salamanca, protagonizaba una página del periódico. En la entrevista ponía sobre la mesa varias cuestiones que no aparecen habitualmente ni en los titulares de prensa ni en los discursos de los políticos. Por un lado, habló de las separaciones de las personas mayores, divorcios más allá de los ochenta años en los que normalmente el componente de la pareja que mejor se encuentra físicamente es quien suele abandonar el hogar y el otro se queda solo con sus achaques. Por otro, recordó la soledad en la que viven los viudos. Y también reclamó algo tan pegado a las necesidades reales de estas personas, y tan sencillo de llevar a cabo, como que se autorice el acceso en vehículo particular al centro de la ciudad cuando haya que llevar a un mayor al médico.
Ejemplos como éste hacen que la figura del Defensor del Mayor emerja con fuerza y se convierta en algo absolutamente imprescindible tanto a nivel estatal como autonómico. Pero con voz propia, con un marco jurídico perfectamente establecido y, sobre todo, con un presupuesto generoso que permita contar con los recursos necesarios como para llevar a cabo su cometido con solvencia. Es la única manera de proteger a quienes nos han resguardado cuando no podíamos valernos por nosotros mismos. Se trata de la única forma de escuchar verdaderamente sus demandas sin hacer oídos sordos cuando levantan la voz. Constituiría, en suma, el procedimiento adecuado para garantizar que esa España silenciada, a la que pertenecen casi diez millones de personas, tenga el protagonismo que se merece. Se lo debemos.
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