Resulta siempre tentador, a estas alturas del año, realizar un balance de lo sucedido en el ciclo que termina y proyectar la mirada hacia lo ... que nos encontraremos después, tras ese agosto que suele asomar como una especie de paréntesis. Si sucumbimos a dicha tentación, resultará inevitable constatar que desde que hace ya cinco meses un maldito virus llegado de Oriente (como tantas cosas buenas y malas) se instaló entre nosotros, nuestras vidas han sufrido una transformación radical, que muchas familias y economías han quedado destrozadas, y que muchos elementos sustanciales en nuestra experiencia cotidiana se encuentran hoy radicalmente en cuestión. La sensación general es, desde luego, que venimos de un auténtico desastre, el mayor que nuestra generación ha conocido. Pero también, por desgracia, que no podemos referirnos a ese desastre únicamente en pasado, sino que nos encontramos ante un futuro inmediato plagado, como mínimo, de riesgos e incertidumbres.

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Lo primero, claro, es la propia situación sanitaria. Muchos creímos que tras el confinamiento llegaría un periodo de relativa tranquilidad, que el virus remitiría en verano (¿no dijeron que, como sucede con la gripe, las altas temperaturas lo debilitarían?), aunque fuese probable que en otoño nos encontrásemos otra vez en apuros. Pero no ha sido así. A finales de julio no sabemos si esos centenares de rebrotes que aparecen en los mapas constituyen una segunda ola de la pandemia o no, pero empezamos a sospechar que lo de menos es el nombre y lo de más es que cada día crecen los infectados, que empiezan a aumentar también los hospitalizados y quizá pronto también los muertos. A juzgar por el origen de la mayoría de estos rebrotes —ocio nocturno, reuniones y fiestas familiares— también cabe la duda de si nuestros modos de vida, en particular nuestra alegre, confiada y a veces irresponsable sociabilidad, resultan compatibles con el factor que se está revelando fundamental para la contención del virus, es decir, el mantenimiento de una distancia mínima entre las personas tanto en el ámbito público como el privado. Como también cabe la duda de si hemos aprovechado las semanas de tregua para prepararnos adecuadamente: entre otras muchas cosas, necesitábamos, al parecer, un batallón de rastreadores, que siguieran las pistas de extensión de la enfermedad, y a estas alturas apenas hemos sido capaces de reclutar un par de pelotones. En realidad, una buena parte de la incertidumbre reside en la capacidad que este “viejo país ineficiente” pueda mostrar para afrontar una nueva crisis. Ayer mismo en este periódico la catedrática Araceli Mangas se refería a las profundas carencias estructurales, en lo político y administrativo, que nos hacen estar al borde del abismo ante cualquier crisis. Y hace un par de días un artículo de Susana Magdaleno ironizaba en torno al desordenado proceder de nuestros diecisiete simones, aparte del Simón verdadero, cada uno de los cuales dice y hace cosas diferentes para contener la pandemia en la ínsula que tiene a su cargo. Nuestros desastres, por otro lado, resultan bien visibles desde fuera, faltaría más, como demuestran las recomendaciones de gobiernos extranjeros que aconsejan a sus ciudadanos que mejor no se dejen caer por aquí.

La incertidumbre alcanza también a cómo saldremos de esta económica y socialmente. Los ERTE y la prometida -y esperanzadora- lluvia de millones europeos (que ha dado lugar esta semana a alguna obscena manifestación de triunfalismo propagandístico) parecen mantener anestesiada una situación en la que muchos actúan aún como si creyeran que se puede aumentar espectacularmente el gasto en muchas partidas sin reducirlo en otras y sin tener en cuenta que los ingresos del Estado, cuando la actividad económica se desploma, también se desploman. Quizá esta sea una de las pocas certezas que ahora se nos presentan: como en cualquier otra crisis económica, los recortes llegarán, aunque no sepamos cuándo, y muchos, aunque no sepamos todavía quiénes, los sufrirán.

¿Qué sucederá además en nuestra provincia y en nuestra ciudad? Las expectativas que nuestro sector servicios mostraba el mes pasado de que aún sería posible “no perder el verano” parecen desvanecerse. No habrá apenas fiestas en los pueblos, ni la Mariseca volverá al Ayuntamiento. Las cancelaciones hoteleras superan a las reservas y las calles y terrazas de Salamanca no presentan, ni de lejos, la animación propia de estas fechas. Y las universidades, tan decisivas en tantos aspectos para nuestro entorno, que apostaron hace un par de meses (no tenían más remedio) por recuperar la presencialidad para el próximo curso, tienen ante sí una perspectiva en la que será imposible que las clases arranquen en un clima de normalidad y bastante improbable que no surja alguna incidencia que obligue a dar alguna marcha atrás.

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Pues sí, llega agosto, habrá que tratar de aprovecharlo y, por supuesto, seguir adelante con determinación. Pero mejor no engañarnos: ¡menudo panorama!

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