A Marc Márquez 93, la

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España que vuela

El tiempo es una de mis obsesiones, pues por mucho que tratemos de enjaularlo en un reloj, ... nunca para, sigue su curso inexorable e invisible hasta laminarnos. Lo que parece imposible a los 30 acaba convirtiéndose en dantesca evidencia: los viejos no nacieron viejos, como creíamos con toda la insolencia de la juventud.

Pero no todo está perdido frente al coloso-tiempo, por mucho que su victoria no tenga fin. A veces podemos, dentro de su “juego”, driblarle y coger más minutos; otras veces es simplemente el destino el que quita o pone rey, es el juego con el que buscamos ser felices sin que importe la fecha de caducidad. Por eso, más que ganar tiempo, conviene no perderlo, al menos en disputas, como por ejemplo la que tiene la gran estrella del motociclismo Valentino Rossi contra el mismo y contra su ocaso natural, pues no acepta la puerta de salida que le ha enseñado un veinteañero como Marc Márquez. El italiano es una víctima de la trituradora del tiempo y vive en la rabieta porque el destino no le ha concedido lo único que no puede darle: tiempo. El suyo pasó y lo eclipsó. En parte es entendible: quería más, y a los 40 años uno es muy joven, siempre y cuando no se dedique a una de las actividades más duras y exigentes del planeta como es la de piloto de MotoGP. Y Márquez, a su lado, es un bebé, por eso el tiempo le premia; un tiempo que sólo es condescendiente con los niños y con los jóvenes, felizmente ajenos a esa dictadura militar que es el viento entre las manos, o la espuma de los días (gracias Boris Vian); felizmente ajenos al final que nadie vemos, ni los ancianos; porque el final, y esto creo que es diseño del mismo Dios, no está en nuestro ADN. El final no existe, ni es humano ni es medible; existe el tiempo, más humano (la nostalgia enfrentada a la ilusión) y del todo medible.

Luego pasan cosas, trucos que a veces salen bien y te acercan a la inmortalidad, como lo que he vivido tres veces y todas en un aeropuerto. El 16 de octubre de 2018 alguien me llamó en la barra de un bar sin ni siquiera mirarme... El 7 de julio pasado, ese mismo alguien me llamó en ese mismo bar sin ni siquiera estar...Luego, el 13 de agosto, llegué tarde a una terminal en busca de un vuelo de la TAP... Y sucedió algo: con la fuerza de un cataclismo nuclear desanduve once años de mi vida, once años que quedaron reducidos a polvo de estrellas mientras Nacho Cano cantaba “Vivimos siempre juntos”. Había vencido al tiempo... Y Ann también.

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