SUELE ocurrir. Al empresario siempre se le mira de reojo. Que si explota a sus trabajadores, que si defrauda a Hacienda, que si ha cambiado de coche... Generalidades.
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Puede que estos recelos se encuentren en la raíz de que se hayan convertido en los grandes ... olvidados de esta pandemia. En provincias como Salamanca, la tercera de España con mayor porcentaje de empleados públicos sobre el total de la población activa -uno de cada cuatro trabajadores son funcionarios-, encontramos buena prueba de ello. Cada vez que se hace una encuesta sobre la pandemia del coronavirus, donde aparece la dicotomía salud-economía, la mayoría aprueba sin dudar el endurecimiento de las restricciones que, normalmente, suelen ir relacionadas con el cierre temporal de empresas. Muy pocos ciudadanos se acuerdan del pequeño empresario que se ve obligado por ley a cerrar su negocio, sin saber a ciencia cierta cuándo lo va a poder reabrir.
Y así viven muchos de ellos desde hace más de un año, en una espacie de cuarentena continua en la que les resulta muy complicado, si no imposible, planificar hacia dónde dirigir sus negocios. Las continuas olas del virus, fruto de una errática gestión, se están convirtiendo en una enérgica resaca que les está llevando al fondo del mar.
Muchos han acelerado su jubilación. Otros ya han arrojado la toalla. Un paseo por cualquier calle de Salamanca, sin necesidad de acercarse al centro donde la situación es más sangrante, deprime al más optimista. A tenor del paisaje que se dibuja en los escaparates, los carteles de “se traspasa” o “liquidación por cierre” deben haberse agotado en los “chinos”.
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Tanto el Gobierno central como las los de las comunidades autónomas los han señalado, en ocasiones, como si fueran los culpables de la pandemia, cuando en realidad la evolución depende más del comportamiento individual de cada ciudadano y, sobre todo, de las medidas que adopte cada administración. Tienen mucho terreno sobre el que trabajar aumentando el número de rastreadores, creando aplicaciones móviles que realmente funcionen, incrementando el número de test, cobrando las multas de quienes incumplen la normativa anticovid o vacunando con mayor prontitud, por ejemplo.
Por eso, resultan imprescindibles ayudas públicas directas que intenten salvar al mayor número de empresas posible. Pero sin trampas.
El hecho de que el Gobierno haya dejado fuera a tres de cada cuatro negocios salmantinos de las subvenciones anunciadas a bombo y platillo por Pedro Sánchez demuestra que al presidente solo le preocupa la propaganda. Cómo es posible que una peluquería, una academia de enseñanza o una autoescuela queden excluidas de estas ayudas. Al igual que otros negocios, no han podido ejercer su trabajo con normalidad, se les ha obligado a invertir en medidas sanitarias y de seguridad para hacer frente a la covid, y encima están en contacto directo con el ciudadano, con todos los riesgos que ello conlleva. Parece mentira que, siendo el gobierno socialista y comunista, al menos de boquilla, no se haya abierto la mano para que todos los negocios puedan acceder a estas ayudas, aunque en el reparto les toque a menos.
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Además, las partidas a las que acceden son ridículas y están enfocadas al pago de proveedores y a la devolución de las deudas bancarias, con prioridad para las que tienen aval público, es decir, los créditos ICO, que se vendieron como una solución y se han convertido en un parche mal puesto.
Vemos a diario las colas del hambre, unas kilométricas filas que no paran de crecer fundamentalmente porque cada vez hay menos trabajo y menos empresas que lo generen. Porque, no nos engañemos, mantener un negocio abierto en estos momentos resulta un acto de heroicidad.
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Ante esta situación, ¿cómo se va a incentivar el emprendimiento? ¿De qué manera convencemos a un joven para que monte su propio negocio?
Ténganlo claro. Sin empresas, no hay paraíso.
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