De pronto apareció caminando por aquella carretera que pasaba al lado de casa en Ituero. Venía con andares tambaleantes como un vaquero al que le ... acabasen de meter una bala en el costado. En Ituero, como en cualquier pueblo pequeño, todos sabíamos hasta el palomar al que pertenecía cada paloma que surcaba el cielo. Aquel perro no era de los contornos. Alguien lo habría abandonado en la carretera y se nos pegó a los pantalones pidiendo pan, calor y compañía. En la medida de lo posible, se lo dimos.

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Visto que llegaba sin carnet en la boca y no se entendían con nitidez sus ladridos, lo primero era bautizarlo. Siendo flaco y contra todo pronóstico, de desternillantes maniobras, lo llamamos Harold Lloyd, como aquel genial cómico californiano del que por entonces emitían ciclo televisivo. Lo segundo fue curarle las heridas con que llegó, auténticas llagas en carne viva repartidas por todo el cuerpo, como si a algún desalmado le hubiese parecido divertido propinarle una colosal paliza.

El trabajo más complicado consistió en enseñarle a no comerse los huevos del gallinero. Durante semanas nos dejó a la familia sin las maravillosas tortillas de patatas que preparaba mi madre, mi plato preferido de entonces. Creo que fue a mi padre, bastante mosqueado, al que se le ocurrió ponerle un huevo hirviendo en su plato. Al ir a zampárselo le abrasó de tal modo el hocico que dio un salto que nos pareció como de dos metros. Y efectivamente, después de aquel espectacular salto olímpico, Harold decidió apartar el huevo crudo robado de nuestro gallinero de su dieta.

Fueron tres años los que nos acompañó compartiendo paseos y alegrías con la familia y con el Titi, otro perro bastante más sensato y taciturno que vimos nacer, crecer y morir tranquilamente y que se amoldó a compartirlo todo con este hermano adoptivo loco y asilvestrado que llegó de improviso. Harold murió allá por el 78 tras pasarle en un descuido un camión por encima, en una de las imágenes más terroríficas y traumáticas que uno conserva de su infancia.

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Siempre por estas fechas, que veo salir a orgullosos padres con mascotas en los brazos de las tiendas de animales, ante el capricho puntual y poco meditado de algún hijo, me acuerdo de Harold.

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