Definitivamente lo han perdido. Y no me refiero solo al proceso judicial que ha terminado esta semana con la sentencia del Supremo, que también. Le hablo del otro juicio, de la cordura, de la sensatez y de la cabeza. De eso que un político nunca ... debería perder porque puede arrastrar al precipicio a demasiada gente.

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Cataluña es hoy un delirio. Un monstruo sin cabeza que busca un imposible. Una entelequia creada por la vesania de sus dirigentes que se desangra estos días a base de carreteras cortadas, trenes saboteados, barricadas, cargas policiales, miedos, huidas y ruinas. La Cataluña independentista se está convirtiendo en un espejismo de sociedad civilizada por culpa de los fanáticos que se han acabado adueñando de las instituciones y de las calles.

Solo en un lugar donde no hay vestigios de vergüenza política es posible que un presidente aliente manifestaciones ilegales, envíe a la policía a sofocarlas y acabe investigando a los agentes que tienen que dispersarlas. Solo en un sitio dirigido por un “nada honorable” abogado llamado Quim Torra, se puede amenazar con la reincidencia de otro referéndum ilegal o felicitar públicamente a quienes cometen los delitos de desórdenes públicos.

Claro que seguramente Cataluña es hoy uno de los pocos lugares de occidente donde también es posible ver a los presos condenados comentando en tiempo real sus sentencias desde la celda, donde se dejan los beneficios penitenciarios en manos de quienes exigen la amnistía o donde un ex presidente fugado mantiene una escolta de los Mossos en su escondite. Pero si usted lo piensa, tampoco habrá muchos lugares en el mundo civilizado en los que una organización llamada “Tsunami democrático” rodee con pasamontañas y barricadas edificios de instituciones legítimas, en los que los directivos de un equipo de fútbol valoren sin rubor una sentencia del Supremo o en los que un ex jugador de la selección critique a su país después de haber cobrado el sueldo de una dictadura. Así podría seguir, pero la lista de agravios a la razón en Cataluña es ya interminable.

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Todo esto es posible en la caricatura creada por el independentismo de la estelada. Su desvarío ha acabado deformando la democracia hasta hacerla irreconocible. El odio a España es la excusa de todo y para todo. Decía hace años Umberto Eco, en un ensayo titulado “Construir al enemigo”, que tener un adversario “es muy importante” porque sirve “para definir la identidad propia”. Esa construcción ha sido parte de la fórmula con la que han crecido muchos populismos y con la que el independentismo catalán se ha desbocado. El drama de Cataluña es que sus verdaderos enemigos no están aquí, en el resto de España. Están allí y son sus políticos. Esos nacionalistas a sueldo que viven del caos, de la pancarta, del lazo y del engaño. Esos que, esta semana, han perdido el juicio.

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