A finales de los ochenta el Metro de Madrid lanzó una campaña que se me quedó grabada, como el “antes de entrar dejen salir” y ... el “no introduzcan el pie entre coche y andén”. Era contra la mendicidad en vagones, túneles y estaciones.
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Las grandes pegatinas grises con su texto en letras blancas venían a decir que para combatir a las mafias -que utilizaban a personas realmente jodidas- lo mejor era no dar ni una moneda a nadie que pidiese. La paradoja era tremenda, para ayudar tenías que dejar de ayudar.
A finales de la primera década del siglo XXI el Mediterráneo se ha convertido en una auténtica fosa común de pobres. Sólo en lo que llevamos de 2019 se calcula que han muerto 682 personas ahogadas en el mar. Son 32.362 desde el año 2014, según cifras de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM).
Los que saben de salvamento marítimo lo tienen tan claro que, cuando leí el informe, me indigné. Resulta que las cifras hablan de otra macabra y cruel paradoja. Los números dicen que cuantos más barcos de organizaciones humanitarias pretenden rescatar de morir ahogados a los migrantes y refugiados que huyen de la guerra, la miseria y el dolor atravesando el Mediterráneo... más personas se traga el mar. Increíble, pero cierto.
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Las mafias se aprovechan de la valentía y la dignidad de las organizaciones humanitarias para hacer el mal aprovechándose de los que sólo buscan el bien. La perversión es inmensa, como el mar.
Cargan los botes hasta el extremo, ponen menos gasolina en las embarcaciones y avisan a Salvamento Marítimo y a los barcos de las oenegés para comunicar día, hora y lugar exacto del que partirá el cayuco, la patera, la barca hinchable... y no hay barcos suficientes para todos.
El Aita Mari lo sabe. Y el Oceans Viking. Y el Open Arms. Es por eso que en estos momentos su apuesta no sea únicamente la de rescatar personas sino –y sobre todo- la de presionar a los países europeos para que acuerden de urgencia y con cabeza –antes de que se nos pudra el corazón- una política común de acogida. Necesitamos ya un protocolo que tenga en cuenta los derechos humanos, que ayude a paliar el dolor ajeno y que ponga de una vez por todas frente al espejo a este mundo nuestro en el que no vemos ningún problema en globalizar mercancías y dineros pero donde no dejamos de levantar muros, vallas con cuchillas y leyes inhumanas para las personas.
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A finales de la primera década del XXI he cogido el Metro y la única persona que no miraba el móvil leía un libro de mi recordado Arnaldo Pangrazzi del que he rescatado el título para encabezar esta columna: “Hacer bien el bien”. Pues eso.
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