Es ver llegar a Gérard Granier y saber que comienza la Feria. Septiembre tras septiembre –y ya van muchos– este ganadero francés de morucha se ... pone al volante de su vehículo y traslada sus ochenta y pico años de porte galán y gentil, desde el suroeste provenzal francés al Campo Charro salmantino; septiembre tras septiembre, emprendiendo el viaje con una agitación casi adolescente; septiembre tras septiembre estremeciéndose por ese noséqué feliz que le muerde los adentros al ir llegando a Salamanca, cuando el alto soto de torres se recorta en sus retinas, cuando cruza el rumor apacible del Tormes, cuando advierte las primeras carpas del recinto ferial ganadero, cuando atraviesa el quieto campo en poema de encinas, cuando detiene el coche y llega, finalmente, a su hotel, a su otra casa, al Vegallana, su destino. Ha llegado Gérard, nos felicitamos todos, y entonces ya nos sabemos en ferias. Él mismo me narraba estas sensaciones la pasada semana, con la voz entrecortada y un velo contagioso de lágrimas. Y digo contagioso porque escuchándole sentí un feliz arrebato al oír hablar así de Salamanca. Y Salamanca se hizo mucho más hermosa, mucho más cercana, mucho más mía. En estos tiempos tan aciagos en los que se hace difícil mirar con cierta esperanza a lo lejos, la llegada de Gérard es una invitación a mirar con mayor optimismo lo que se tiene cerca; un incentivo para seguir creyendo que tenemos tradición, tierra, raíz, patrimonio, historia y solera como para hacer de Salamanca y su provincia, presente, futuro y empresa. Ya no somos los gañanes Piernicurto o Paramás del Repelón de Juan del Encina, que hace cinco siglos vendían ajos y puerros en las plazas de abastos salmantinas. Hoy el campo salmantino se vende en una feria internacional que negocia en diferentes lenguas, que afora al igual labradores, ganaderos, ingenieros, investigadores, empresarios, inversores... Nadie podrá negarme que hoy escribo para vender a toda costa la burra. Y todo porque ha llegado Gérard.

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