Nada como un libro de gastronomía para inaugurar este tiempo de renovada normalidad, en el que podemos caminar por la calle sin mascarilla, pero no ... nos da la gana. Preferimos ir con ella después de tantos meses renegando del dichoso tapabocas. Boca tapada pero no cerrada. La gastronomía tiene que ver con el comer y todos sabemos que de la panza sale la danza, o sea, la alegría. Y también sabemos que el verano viene con su música por plazas, patios y pueblos, aunque mucho me temo que para las paellas populares haya que esperar a tiempos más seguros. El libro al final del túnel se titula “Y el vivo al bollo”, que no puede ser otro bollo que el maimón, la rosca de nuestras bodas charrunas, fiestas de madrinas y las meriendas de cuaresma con chocolate a la taza. Lo ha escrito Isabel Bernardo después de espumar libros y archivos para quedarse con la sustancia. En sus páginas le esperan los clásicos y muchos anónimos que padecieron hambrunas, porque la gastronomía también es hambre, de ahí esa tortilla de patatas sin huevo ni patatas, o la famosa olla del “Buscón”, entre otros desaguisados. Hambre de lobo y hambre de estudiante. La Pardo Bazán, que escribió lo suyo de guisos, deseaba haber vivido como estudiante aquella Salamanca clásica, dijo cuando vino al homenaje a Gabriel y Galán, pero no sé si en el deseo iba también la escasez de comida. Ese bollo (maimón) reúne a la dulcería que va de la Edad Media al Siglo de Oro, así que anden con cuidado los diabéticos y los de la “Operación Bikini” con su lectura. La dulcería es, ya lo dijo Vázquez Montalbán, un milagro de la cocina al conseguir hacer tanto con tan pocos ingredientes. El libro se presentó ayer en el Liceo, en otro entremés hacia la normalidad, que se resiste, y es ya un imprescindible de la literatura gastronómica salmantina, que comienza a adosar carne a lo que era hueso y poco más. Aleluya.
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Al tiempo que aumenta el parque literario, crece el restaurador. Ya está el chef Óscar Calleja en San Pablo, donde estuvo el convento de San Pedro; el coctelero Sergio Bermejo se trae otro premio internacional; Carlos del Río impresiona con sus guisos a los de Máster Chef; Francisco Gil se ha asentado en Madrid, y regresan los comensales de aquí y de allá a nuestras casas de comidas, entre ellos muchos foodies que trufan las llamadas redes sociales con nuestros platos. Supongo que José Miguel Monzón, alias Gran Wyoming, disfrutará de la apacibilidad de su vivienda junto al Puente Congosto y también de nuestra mesa. Porque la magia de la cocina va más allá de la Puerta de San Pablo: el viernes cené entre puentes y vista espectacular platos que hacían temblar las piedras. Me adelanté a esa propuesta de piedras, naturaleza y patrimonio para este verano, que suena a lema renovado que sustituye a aquel “arte, saber y toros” de los años sesenta. Salamanca está para comérsela, de bien guisada como está.
Termina junio con José Luis Moreno en el ojo del lío. No es salmantino, como escuché ayer. Su tío Wences Moreno, sí. Me pregunto si al trullo va solo o acompañado de sus personajes, que ya tenía entrullados en el baúl desde hacía años porque el negocio era otro ahora. Siempre puede echar la culpa a Rockefeller del desaguisado, que es aquello que va contra la razón, la norma y el sentido común. Nada que ver con un guiso que es armonía, equilibrio y sensatez, ingredientes del libro presentado ayer en el Liceo y con el que casi enfilamos la primera “Operación Salida” del verano.
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