LAS repercusiones de una guerra tienen múltiples facetas y afectan a los más variados aspectos de la vida cotidiana. Toda conflagración despierta sentimientos encontrados, filias ... y fobias, sorprendentes alianzas e inesperadas simpatías. Los países que no las viven de cerca o no experimentan en sus propias carnes los efectos derivados de la violencia, los bombardeos, las ciudades destruidas –que habrá que volver a reconstruir con aportaciones solidarias— las fosas improvisadas donde se apilan los cuerpos de no importa qué bando, los desplazamientos forzosos de la población que huye temerosa y un sinfín de calamidades, acaban por acusar los efectos de esas tragedias colectivas.

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En el caso de la sangrienta invasión de Ucrania por parte de la Federación Rusa están a la vista los efectos a los que me refiero y su impacto en el continente europeo. Los medios transmiten lo que parece ser una guerra en directo. La prensa le adjudica primeras páginas cada día. Por la pantalla de nuestros televisores desfilan imágenes que se repiten insistentes en las distintas cadenas. Uno se pregunta si tanto exceso de información no llevará a la desinformación, porque los corresponsales, al fin y a la postre, cuentan lo que les dejan contar, debidamente filtrado y expurgado. Así es el juego de la noticia con su dosis de sutil o explícita manipulación. Con todo, debemos admirar a quienes, provistos de casco y chaleco antibalas, trastabillan entre los escombros o se aproximan a esas víctimas que son, invariablemente, la verdad —siempre la verdad-- y el pueblo llano.

Las resonancias de la guerra de Ucrania van desde la canción eurovisiva de Jamala en 2016 (“Vendrán extranjeros a mataros en vuestra casa...”) hasta la modificación de nombres a los que estábamos acostumbrados. Así, en Inglaterra hubo supermercados que, a los pocos días de iniciarse los bombardeos, cambiaron la grafía de Kiev en los anuncios del “pollo Kiev”, plato típicamente ucraniano, que pasó a ser Kyiv, más acorde con la ortografía original, si bien de pronunciación más complicada para los locutores, que se liaban con el nuevo deletreo. Odessa, en inglés, pasó a ser Odesa en los noticiarios británicos (sin cambio en la pronunciación, pero resaltando las implicaciones de la relevancia de la “s” suprimida). No debemos olvidar que estamos ante transcripciones desde el sistema cirílico, y los ucranianos han venido insistiendo desde su independencia en 1991 en la reivindicación de sus formas específicas distintas del ruso. Lvov, nombre ruso, ha pasado a ser Lviv en ucraniano (Leópolis en español). Los nombres de ciudades y países han ido cambiando a lo largo de la historia. Pueden ser pequeños detalles, pero tienen su importancia por las connotaciones afectivas que reflejan en tiempos de crisis.

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