Cinco de la tarde de un lunes gris. Aunque en Madrid apenas hay nubes que surquen el cielo primorosamente azul y un sol delicado ilumina ... la ciudad con esa luz que tanto amaba Velázquez, se ha apagado todo. Como si se le hubieran fundido los plomos a la capital. Así anda el paisaje desde el domingo, cuando la esperanza, de pronto, se extinguió en un tuit de Pedro G.Cuartango: “Desolación por la muerte de David Gistau. Su bonhomía, su generosidad y su talento dejan una huella imborrable. Jamás podrá ver crecer a sus hijos, como él deseaba. Un cruel golpe del destino. Adiós, querido amigo. Siempre estarás en nuestro corazón. “ A partir de esta, otras declaraciones de amor se suceden en la red: periodistas, políticos, compañeros, lectores, amigos...Todos hablan de su talento, de su brillantez, de su sentido del humor, de su calidad humana. Algunos recogen el final de esa carta de amor de cuando nació su hijo: “Por primera vez en la vida temo morir. Me siento obligado a permanecer aquí al menos 25 años más, los que él pueda necesitarme, y en eso no quiero fallarle. MI hijo no ha de ser lo que yo fui: un adolescente enfadado con el mundo porque se le murió el padre demasiado pronto. Voy a dejar de fumar”. Internet entero, llora. Y yo con él.

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Dejaste de fumar, amigo, pero olvidaste quitarte los guantes de boxeo y en un entrenamiento, la suerte o la mala suerte, decidieron regalarte una lesión cerebral, envuelta en papel de desmayo. Y te mandaron al hospital. Tus amados hijos no podrán decir que no lo intentaste, pero al final, la última palabra la tienen, bien lo sabes, la vida, la muerte, o quien sea o lo que sea que decida nuestros destinos. Pienso en ti y me repiquetean en la cabeza las siete preguntas que esta misma mañana tu amigo Rubén Amón te ha dedicado en la radio. Otro hombre extraordinario, igual de padrazo, marcado por la falta del padre en la juventud. Leo también su artículo y su compromiso de ser tú. O de no olvidarte, entiendo entre sus palabras rotas de homenaje. Luego, abro mi whatssapp y busco tu nombre. Un último mensaje de hace casi un año en respuesta a la pregunta de si habías leído un artículo mío, en esta misma columna, sobre tu “Gente que se fue”: “A parte de lo agradecido que estoy, - me escribiste- te diré que el artículo es estupendo”. “Un honor que tú me digas eso”, respondí. Y, orgullosa, no lo borré. Regreso a ese artículo y rescato algunas líneas de la mitad: “...el lector comparte las resacas, las rayas de coca, los puñetazos o la melancolía que le propone el autor que, como sus criaturas, pretende mostrarse, entre renglones, como el hombre duro que no es...”. Y después voy al final. “La belleza de la pluma de Gistau contrasta con la fealdad y el dolor inevitables en un mundo por el que pulula una fauna herida en la que caben rockeros, camareros, periodistas o strippers... Todos son supervivientes de vidas rotas, que tratan de evitar los daños colaterales de una existencia convulsa, a la que cada cual se acomoda como puede. El libro es una barbaridad. Y Gistau un escritor que no se permite la indiferencia”. Termino de leer, dejo de dirigirme a él mentalmente, como si estuviera al lado, y vuelvo a mi teléfono a borrar su nombre. Lo intento una vez. No puedo. Gistau ha muerto. Pero no ha muerto.

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