Los periodistas somos gente incómoda. De lo contrario, no estaríamos haciendo bien nuestro trabajo. Tipos con la idea de que mostrar las cosas ayuda a cambiarlas. Idealistas, en suma. Tal es así que, parafraseando al legendario corresponsal de la guerra de Vietnam Stanley Karnow, transitamos ... por la única profesión en la que se puede ser un adolescente toda la vida.
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Resulta triste pero el asesinato en Burkina Faso del reportero salmantino Roberto Fraile y de su compañero David Beriain, a manos del terrorismo yihadista, ha vuelto a recordarnos nuestra sagrada misión. No han sido los primeros. Lucho Espinar, Juantxu Rodríguez, Jordi Pujol Puente, Luis Valtueña, Miguel Gil, Julio Fuentes, José Luis Percebal, Julio Anguita Parrado, José Couso y Ricardo Ortega también dieron su vida en peligrosas zonas de conflicto en el último medio siglo, y otros como José María Portell o José Luis López de Lacalle cayeron asimismo bajo las balas de la barbarie etarra.
Todos ellos atravesaron el territorio comanche que Arturo Pérez Reverte describía como “el lugar donde el instinto dice que pares el coche y des media vuelta; donde siempre parece a punto de anochecer y caminas pegado a las paredes, hacia los tiros que suenan a lo lejos, mientras escuchas el ruido de tus pasos sobre los cristales rotos. El suelo de las guerras está siempre cubierto de cristales rotos. Territorio Comanche es allí donde los oyes crujir bajo tus botas, y aunque no ves a nadie sabes que te están mirando. Donde no ves los fusiles, pero los fusiles sí te ven a ti”.
Todos ellos eran gente incómoda. A la que había que hacer callar. Porque enfrentarte cara a cara con la verdad escuece. Y estos periodistas con mayúsculas sabían cómo mostrarla aun a sabiendas del enorme riesgo que corrían.
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Todos ellos representan la punta del iceberg de una profesión acostumbrada a vivir bajo amenazas. Pero de las de verdad. De las que no se airean en campaña electoral. Unas, muy explícitas; otras, más sibilinas. Unas, colocando tu nombre en el centro de la diana de una pintada callejera o recordándote que tienes familia; otras, haciéndote caer en la cuenta de que si te quedas sin trabajo, va a resultar muy complicado encontrar otro tal y como están las cosas. Hay que aprender a convivir con ellas.
Al igual que el mítico director del Washington Post Ben Bradlee, “siempre he admirado a esos periodistas que saltan de sus sillas como electrizados ante la perspectiva de una buena historia que cubrir”.
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Así eran Roberto Fraile y David Beriain. Querían contar historias. Relatos extraordinarios que inspiraran a los demás a construir un mundo mejor. Y vaya si lo hacían. En la última, la que les costó la vida, indagaban sobre el tráfico de animales y la caza furtiva, un negocio ilegal que mueve millones de euros en el mundo.
Roberto, a quien conocí en anodinas ruedas de prensa locales, ya había mirado a la cara a la muerte en Siria hace nueve años cuando la metralla de una granada le atravesó la pelvis. Se había convertido en inseparable de David, un navarro bonachón, periodista de raza, y juntos firmaron una serie de documentales que, bajo el título de “Clandestino”, retrataban asuntos tan controvertidos como la camorra italiana, los entresijos del cartel de Sinaloa o el tráfico de armas. Les aconsejo que disfruten de sus trabajos en la plataforma Discovery Plus. “El ejército perdido de la CIA” es uno de mis favoritos.
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Los dos formaban parte de una especie en vías de extinción. Porque cada vez resulta más complicado vender un buen reportaje periodístico, salido del sudor y la sangre, a medios de comunicación canibalizados por audiencias que enloquecen con las miserias de Rociíto y miran para otro lado cuando la realidad resulta incómoda.
Ayer, cuando se cumplía una semana del vil asesinato de Roberto y David, se celebraba precisamente el Día Mundial de la Libertad de Prensa. Ambos –no lo olviden- murieron defendiendo su compromiso con la sociedad, con todos y cada uno de ustedes.
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