Sin que sirva de precedente debo reconocer que el socialismo soviético tenía una cosa buena —dos, si incluimos a Milla Jovovich—, y es que en ... el sóviet no había obsolescencia programada.
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En la Rusia de Pepe Stalin, los pocos ciudadanos que podían derrochar un puñado de rublos en la adquisición de un coche exigían que el vehículo les durase toda la vida. No entendían que los bienes tuvieran que romperse. Tampoco entendían que el ciclo de adquisición-rotura-adquisición fuera el engranaje maestro de nuestro actual y absurdo capitalismo consumista.
Al tanto de esto alguien, en el consejo de administración de una farmacéutica, se dio cuenta de que eso de ponerse una inyección, y no volver a padecer una enfermedad, no era un buen negocio. ¿Para qué curar el cáncer (o cualquier otra dolencia) si podemos fidelizar al paciente para que, durante el resto de su vida, consuma nuestros tratamientos? Cronificación. Además, son tan listos que han convertido a millones de personas físicamente sanas, con un aceptable nivel de desarrollo y sin ningún problema crucial, en drogodependientes de la pastillita que les hace olvidar el estrés, les ayuda a conciliar el sueño o les mitiga la ansiedad. Tener un jefe capullo, aguantar la rutina del día a día o soportar la simple existencia se ha convertido en una enfermedad a tratar.
Ahora estas multinacionales se presentan como los paladines que nos salvarán del virus chino. Qué oportunas.
Para desarrollar una vacuna se necesitan, al menos, cuatro años de pruebas, ensayos y certificaciones; invertir millones de dólares y, con tiempo, estudiar sus posibles efectos perniciosos en la salud a muy largo plazo. ¿Y estos señores han logrado todo eso en unos pocos meses? ¿Por qué los directivos farmacéuticos han vendido las acciones de sus compañías unas horas después de anunciar la consecución de las vacunas? Algo huele a podrido en Dinamarca, dijo Marcelo.
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Esto es muy serio, queridos lectores. Las vacunas han salvado más vidas que la penicilina pero no se puede utilizar a la gente como ratas de laboratorio. Desconfiar de la vacuna del Covid no es sinónimo de ser un paleto paranoico.
No voy a decirle a nadie qué tiene que hacer con las decisiones que incumben a su salud, pero flaco favor le haría a mi honor si, conociendo los entresijos, no les advirtiese de lo que se cuece.
En lo que me atañe declinaré amablemente el pinchazo, si el Estado me deja. Es más, creo que Sánchez y todo su séquito tendrían que predicar con el ejemplo vacunándose los primeros, en vivo y en directo, ante todos los españoles y bajo la supervisión de tres notarios.
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Si dentro de dos años a Pablo Iglesias la chepa no le ha mutado como un engendro digno de la película Desafío total creo que, entonces sí, me plantearé la posibilidad de ponerme la vacuna.
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