Salamanca cuenta con excelentes fotógrafos que muestran su obra desde las páginas de la prensa –plasman sucesos y registran el pulso vital de la ciudad— ... o exhiben sus trabajos en diferentes espacios expositivos. Todos ellos le regalan al observador aquello que vale la pena mirar. Son artistas que nos ofrecen el mundo desde una perspectiva sorprendente y nos permiten apropiarnos de esa mirada privilegiada. Porque fotografiar es interpretar el mundo, ofrecer una imagen que se torna acontecimiento en sí mismo. Los fotógrafos salmantinos crean adicción al espacio, a la luz, a las sombras, pero también al silencio y a la música que se desprende de su peculiar mirada.
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La cafetería del Casino acoge con frecuencia bellas muestras en sus paredes. Estos días podemos ver la exposición de Miguel Ángel Rodríguez Eterna Salamanca. Al observar las imágenes, percibo el silencio que me hace escuchar la luz. Admiro calles conocidas desde perspectivas inusitadas. Escucho la niebla, que me susurra ambigüedad. El fotógrafo nos permite acceder a espacios que él torna misteriosos, llenos de vacío, ajenos a la figura humana, que, en algunas obras, aparece siquiera por casualidad, y en otras de espaldas, como si al artista no le interesase conocer sus rostros. Son figuras anónimas. Podríamos ser cualquiera. O nadie. Porque no es el contenido lo que aflora por sí mismo, sino que es la luz la protagonista, y la que hace intuir lo que verdaderamente importa, la arquitectura, bellísima, de esta ciudad; sus monumentos, que el paso del tiempo no ha conseguido convertir en signos de ausencia, sino que los ha elevado, majestuosos, a la categoría de obra de arte.
En sus fotografías, el tiempo se para y la luz dilata la atmósfera, cada vez más bella al ojo del espectador. Los edificios no temen la reprobación de la cámara, sabedores de que el ojo experto los escrutará hasta más allá de la mera realidad cotidiana, transformándolos para que nos digan algo nuevo que el ojo del paseante anónimo no hubiera descubierto por sí mismo. Y es que la mirada dice mucho sobre nosotros mismos. Lo que vemos nos mira, y nos hace descubrir que mirar es contar historias, pero también estar en esos relatos. Al mirar hacia afuera nos adentramos en nosotros mismos, porque somos lo que construimos a partir de cuanto nos rodea. Mirar, tanto en el caso de quien mira como de quien es mirado, tiene que ver con nuestros deseos y ansiedades, con nuestros anhelos y recuerdos.
Eso es lo que hace Miguel Ángel Rodríguez: perforar desde el respeto las piedras del pasado, ofrecernos el presente de un mundo policéntrico y sorprender con el futuro a la realidad misma. Y nosotros, espectadores, nos dejamos llevar, subsumidos en esos momentos intersticiales que se atisban entre las luces y las sombras.
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