“¿Cómo está el agua, chicos?”, preguntó el viejo pez a dos jóvenes peces con los que se cruzó. Los pececillos no supieron qué responder, porque tampoco terminaron de entender la pregunta: “¿Qué demonios será el agua?”, se dijeron, reflexivos, mientras siguieron nadando. Foster Wallace ... se dirigió así al alumnado que iba a graduarse en el Kenyon College de Estados Unidos. El escritor les estaba planteando que existen realidades tan prioritarias, y que nos resultan tan envolventes y cotidianas, que en ocasiones nos cuesta advertirlas.

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Ahora que estamos arrancando curso escolar, en unas y otras edades, sería momento de recordar que la Educación a veces es como la imperceptible agua del relato. El colegio, el instituto o la universidad propician, deberían propiciar, un potencial que no siempre se visualiza a las primeras de cambio. Ese potencial no se limita a los conocimientos, sino que también adquiere forma de valores, actitudes, curiosidad, interrogantes... La escuela, en sus distintas modalidades, no ofrece solo certezas. Esto no quiere decir que dé igual 8 que 80, pero la escuela va más allá de las respuestas, porque no es el Pasapalabra. La escuela también suministra inquietudes, también incentiva dudas, y también alienta, o debería alentar, la capacidad de preguntar y preguntarse.

Esa disposición al asombro no siempre facilita la vida, pero posibilita vivirla con más intensidad y plenitud. El afán por seguir aprendiendo implica querer conocer la vida en sus distintas manifestaciones y recovecos. Quizá por esto Luis Alberto de Cuenca enfocó de esta manera su canto: “Vive la vida. Vívela en la calle/ y en el silencio de tu biblioteca./ (...) Vive la vida en esos barrios pobres/ hechos para la droga o el desahucio/ y en los grises palacios de los ricos./ Vive la vida con sus alegrías/ incomprensibles, con sus decepciones/ (casi siempre excesivas), con su vértigo./ Vívela en madrugadas infelices/ o en mañanas gloriosas (...)./ Vive la vida”.

Desde los centros educativos fluye, debería fluir, ese particular líquido amniótico tan circundante, como invisible. Y dado que algunos juzgarán ese todo como inservible, convendría echar un vistazo a aquel libro de Nuccio Ordine, cuyo título ya nos daba pistas. Dentro de La utilidad de lo inútil, este autor italiano lamenta algunas tendencias: “En el universo del utilitarismo, en efecto, un martillo vale más que una sinfonía, un cuchillo más que una poesía, una llave inglesa más que un cuadro: porque es fácil hacerse cargo de la eficacia de un utensilio, mientras que resulta cada vez más difícil entender para qué pueden servir la música, la literatura o el arte”.

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Ya ven. No siempre visualizamos la utilidad de cosas que no son cosas. Sin embargo, tengan por seguro, pronto sufriríamos las consecuencias de su pérdida, menoscabo o deterioro. Feliz curso.

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