Estamos tan acostumbrados que ya ni nos llama la atención. Me refiero a la costumbre, cada vez más arraigada entre nosotros, de matar moscas a ... cañonazos, de doblar siempre la apuesta, de convertir la crítica en embestida. No estoy hablando, claro, de ese afán ventajista de escurrir el bulto, de aspirar a que nadie te pida responsabilidades invocando la conveniencia de “arrimar al hombro” o no poner “palos en las ruedas” ... eso sí, en el vehículo que tú mismo conduces y en la dirección que tú has decidido, si es que has decidido ir a alguna parte... Al contrario, la pluralidad de pareceres y el ejercicio de la crítica no solo es indispensable en las sociedades abiertas sino un requisito esencial para el progreso de las instituciones, que se corrigen y mejoran en la medida en que sus responsables se exponen a la evaluación de su actividad. Aquí tratamos de otra cosa. Hablamos de la dificultad, casi imposibilidad, de mantener el equilibrio, de contextualizar los problemas, de no sacar las cosas de quicio.

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Quizá el origen de esta deriva se encuentre en la toxicidad abrumadora que hoy caracteriza al debate político. Quizá, no lo sé, lo que ocurre en ese ámbito se esté extendiendo como una mancha de aceite al conjunto de los comportamientos sociales impregnándolos de ese mismo aire bronco e irrespetuoso. Al fin y al cabo, priorizar lo que divide sobre lo que une, partir la sociedad en dos mitades, la de los “míos” y la de los “otros”, eso que los politólogos llaman la “polarización afectiva”, parece hoy un camino bastante recomendable para el éxito, siempre -claro está- que carezcas de principios y tu único afán consista en alcanzar el poder para conservarlo. Sea como sea, se acumulan los indicios de que estas actitudes desaforadas abundan también en otros ámbitos.

Así sucede con el tratamiento que últimamente, en estos tiempos de pandemia, reciben en muchos medios los servidores públicos. Pasaron ya los momentos de las guitarras y los aplausos, incluso para el personal sanitario, y emergen ahora otra clase de emociones. Exasperados por el daño terrible que la situación sanitaria y las medidas que intentan mejorarla producen en sus intereses, algunos han decidido no limitarse a llamar la atención sobre sus problemas y a revindicar legítimamente las ayudas y los apoyos a los que sin duda son acreedores. También han puesto en funcionamiento la máquina de triturar y el turno le ha tocado enseguida a los “funcionarios”, calificativo que en estos casos engloba a los empleados públicos sin excepción, sea cual sea su vinculación con la administración y su mayor o menor nivel de precariedad. Ya saben: ese discurso bastante extendido en el espacio social que sitúa bajo toda clase de sospechas, incluida la de falta de laboriosidad, a quienes optaron en su día por trabajar para la administración. Como si, por otro lado, ese presunto privilegio hubiese estado vedado a cualquiera que se plantease alcanzarlo y superase las pruebas establecidas para acceder a él.

Lo acabamos de ver en los últimos días, tras la publicación de los resultados de una encuesta realizada el verano pasado entre el personal de la Universidad de Salamanca y sus estudiantes. Se trataba de evaluar los problemas que había suscitado el confinamiento decidido por el gobierno a mediados de marzo, que quebró radicalmente la marcha del curso y convirtió en aulas para una docencia telemática los domicilios de profesores y estudiantes. No estaba previsto que sucediera tal cosa, claro. Y como no estaba previsto, hubo quien improvisó mejor y quien improvisó peor. Pero la sensación generalizada fue que la inmensa mayoría puso todo su empeño en adaptarse y que, en general, se superó razonablemente una situación delicadísima. Eso es, precisamente, lo que muestran los principales resultados de la encuesta: que muchos profesores de una universidad presencial tuvieron dificultades para amoldarse a una docencia no presencial, pero solo un 2% no pudo hacerlo; que muchos, la mayoría, de los estudiantes también tuvieron dificultades de adaptación, pero solo -otra vez- un 2% no lo consiguió; y, finalmente, que a pesar de todos los esfuerzos, la mayoría del estudiantado cree que habría aprendido más si no hubiera sucedido lo que sucedió. Nada que pueda sorprender, creo yo, ni nada que justifique los exabruptos que se han escuchado estos últimos días sobre el personal universitario.

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Cabe esperar que no tarden mucho las autoridades de nuestra universidad en realizar una declaración al respecto, no por exigencia corporativa alguna sino sencillamente porque lo exige la justicia. Habrá que repetirlo una vez más: las políticas públicas al servicio de los ciudadanos necesitan de servidores públicos comprometidos y orgullosos de su responsabilidad, algo que solo puede lograrse si gozan de la consideración social que merecen.

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