El juego se legalizó en España en 1977 y las tragaperras en 1981, poniendo fin a una larga etapa de prohibición que se remontaba a ... los tiempos de la dictadura de Primo de Rivera. Desde entonces, bingos, casinos, ruletas, tragaperras (con sus trípticos frutales y su musiquilla ratonera), apuestas deportivas, salones de juego, garitos varios e internet, no han dejado de crecer a un ritmo galopante. Tanto es así que mueven más de veinte mil millones de euros anuales (2% del PIB). Funcionan casi doscientas mil máquinas tragaperras, trescientos bingos, un centenar de casinos y cuatro mil salones de apuestas y juegos de azar. Tal vez más.
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Las cifras que se declaran en este marasmo cuyos últimos propietarios suelen ser grandes conglomerados en los que predomina el capital extranjero resultan mareantes, casi estratosféricas, por el volumen de negocio que manejan. La tarta del juego quintuplica el presupuesto del Sistema Público de Dependencia para el cuidado de ancianos y discapacitados; o, si se prefiere, duplica el presupuesto anual de la cincuentena de universidades públicas españolas. Esta invasión –sobre todo los juegos por internet, donde el sujeto potencialmente ludópata tiene en la yema del dedo un fácil acceso mediante ordenadores, tablets y teléfonos móviles— hace que la oferta tradicional de la ONCE o de la Sociedad Estatal de Loterías y Apuestas del Estado (SELAE) parezca moderada. Está comprobado que los décimos, cupones, cuponazos, quinielas, bonolotos, primitivas, rascas y similares no provocan el cúmulo de desgracias familiares y sociales que los juegos “duros” llevan aparejados.
“La epidemia del juego en España: ludópatas y capos del azar” es el subtítulo de un extenso y documentado estudio de trescientas páginas, Jugad, jugad, malditos, (Akal) de Luis y Daniel Díez. El volumen de información que se desprende del libro es apabullante. En sus páginas se desvela la génesis de determinadas leyes, los nombres de los políticos --nacionales y autonómicos-- “pringados” en el chanchullo, así como las conocidas empresas que lucen sus glamurosas marcas en las casas de apuestas. Estamos ante una auténtica epidemia social de aterradoras repercusiones. Brotan como forúnculos los establecimientos estratégicamente situados en zonas pobres o marginadas de las grandes ciudades, en los barrios más desfavorecidos donde jóvenes y adultos sucumben al señuelo de un rato de evasión y fantasía o a unas magras ganancias que, a la larga, serán pérdidas. Constituyen la nueva carcoma que corroe vidas y haciendas. Las protestas se multiplican. Porque en el juego siempre gana la casa. Porque son dos las ocasiones en las que nunca se debe jugar: cuando se tiene dinero y cuando no se tiene. Y, en definitiva, porque no hay santo sin estampa ni juego sin trampa.
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