Si abrimos cualquier periódico de Castilla y León es raro el día en el que no tropecemos con la noticia de un ataque de lobo ... en alguna de sus provincias, de modo especial en las tres aparentemente más castigadas por las lobadas, es decir, León, Zamora y Salamanca. No es que las restantes se vean libres de los ataques que de cuando en vez padecen sus cabañas ganaderas. Admiro la paciencia de los ganaderos resignados a ver a sus rebaños diezmados, a sus ovejas destripadas o a algún potrillo con un pedazo de anca colgando por efecto de las dentelladas.

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No es políticamente correcto abogar por la persecución implacable del lobo, por más que a algunos se lo pida el cuerpo. Los viejos pastores de toda la vida soñaban con ello. Pero tampoco es políticamente admisible que el lobito bueno sea objeto de tan desmesurada -y desde mi punto de vista, exagerada- protección.

Estamos de acuerdo en que ya no son los tiempos en los que se organizaban batidas, se les obligaba a huir por unos encajonamientos predeterminados hasta acabar en un pozo (“calecho” dice el geólogo y antropólogo César Morán que se llamaban esas trampas) para luego tirotearlos y pasear las pieles de pueblo en pueblo pidiendo dinero por la limpieza lobuna efectuada.

Infinitos son los cuentos y narraciones en torno al lobo que se escuchaban al amor de la lumbre en los filandones montañeses, cuando en el exterior la escarcha blanqueaba los corrales enhebrando finísimas guedejas de hielo transparente, y en el interior de los hogares las mujeres hilaban o tejían escarpines; los hombres jugaban a las cartas, tomaban vino caliente o asaban castañas en la cernada; y los gatos permanecían agazapados tras el brillo verdoso y metalizado de unos ojos semiadormecidos que buscaban refugio enroscados cerca del fuego. Las largas noches de invierno parecían adecuadas para traer a colación romances, como el de la loba parda o cuentos como el de la viejecilla y los lobos. Incluso hoy día podríamos admitir la figura del señor Lobo (Woolf) de Carmen Martín Gaite en Caperucita en Manhattan, así como otras muchas historias, mitos y leyendas.

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Queda claro que el lobo en su papel de bestia depredadora al abrigo de los montes sigue aullando más allá de las fronteras de nuestra imaginación. Y si no, que se lo digan a quienes entre la rabia y el desamparo sufren sus efectos devastadores en los campos, apriscos y majadas de nuestro entorno. Si nos ponemos en plan radical, la opción es acabar con los lobos o acabar con la ganadería extensiva.

Esto último vendría a ser contraproducente; no porque a ninguna autoridad le importe, sino porque los lobos se quedarían sin sustento y tendrían que hacerse vegetarianos. Pero no veo yo que en el código genético de estos cánidos figure semejante mutación a corto o medio plazo.

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