La inscripción de la iglesia de San Boal lo deja bien claro cuando elogia al marqués de Almarza, don Antonio de Guzmán, y dice ... que “pues devoto supo unir en su ilustre edificar al ánimo de empezar la gloria de concluir”. No podría decirse lo mismo de quienes emprendieron desde el Ayuntamiento la construcción del sensacional edificio que corona el Cerro de San Vicente, pues no acaban de concluir nunca ese Museo de Historia de Salamanca para el que se proyectó, ni tampoco rematan su actual proyecto. Ahora, se anuncia la idea de crear ahí un centro de la Salamanca desaparecida. Desaparecida e irrecuperable. Esa Salamanca que arranca ahí mismo, con su yacimiento de la Edad del Hierro, y termina también ahí con la voladura y desmontaje del monasterio de San Vicente como víctima de la “francesada” (1808-1812) y más tarde de los vecinos que levantaron el Barrio de los Caídos y repoblaron con sus piedras las laderas de la Vaguada de la Palma, según crónicas de José de Juanes o Enrique de Sena.
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Ese monasterio, del que salía su prior a las reuniones del Concejo con hábito y armadura recorriendo su calle, la del Prior, representa a toda la Salamanca desaparecida por el trajín de los siglos, la “francesada” y la rapiña del XIX con la complicidad de algunos arquitectos municipales, como revela el libro sobre el urbanismo de ese tiempo de Enrique García Catalán, de lectura imprescindible para descubrir esa Salamanca desaparecida, al igual que el de María Nieves Rupérez Almajano, cuando se mira al XVII-XVIII, o los de Ángel Vacas, sobre la Salamanca medieval... Hay investigadores espléndidos para asesorar al Ayuntamiento, material documental muy interesante, desde la lámina de Anton Van de Wygaerde a fotografías de Gombau, por ejemplo, y recursos digitales para impresionar a propios y extraños, incluidos los planos de Antonio Seseña. Hay relatos de viajeros y escritores, como Galdós (“La Batalla de los Arapiles”) o Mesonero Romanos (“Memorias de un Setentón”), por ejemplo. Y referencias de historiadores del Arte más que destacadas, o las propias de nuestro Manuel Villar y Macías. Es una idea magnífica, puedo decir que hasta imprescindible para reconstruir –siquiera imaginariamente— la Salamanca que fue, la perdida, desaparecida, arrebatada a la gente de nuestro tiempo. Ahí pueden acabar los hallazgos del Botánico o San Bartolomé y otros almacenados, extraídos por nuestros arqueólogos. Pero, avanzo, el espacio puede quedarse pequeño porque es tanto lo perdido y tanto lo recuperado por la arqueología que igual es preciso algo más grande. Y nos seguiría faltando un museo de la ciudad, como tienen todas las ciudades como Dios manda.
La inscripción de San Boal es luminosa: “Al ánimo de empezar, la gloria de concluir”. Concluir y mantener, claro, no dejar a su suerte aquello que se comienza y termina, como suele darse también. El reto es estupendo: levantar de nuevo aquella Salamanca perdida a la que nos gustaría viajar a algunos. Una ciudad ya solo visible en libros, legajos y fotografías, material sobre el que se levantaría ese museo de la Salamanca desaparecida, que tendría en su puerta de salida un banco para recrearla en la imaginación mirando los Caídos. Sería el banco con la vista más admirable. Hala, don Carlos, alcalde, hágase merecedor del elogio de San Boal: empiece y concluya.
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