En periodos electorales los candidatos suelen prometer el oro y el moro. Lo del oro pudiera entenderse metafóricamente, por aquello de que “ouro chama ouro” ... solo se da en los proverbios. Lo del moro, en cambio, sería políticamente incorrecto, salvo que se refieran a ese segmento de inmigrantes procedentes de zonas geográficas africanas muy concretas que aspiran a ganarse la vida en una sociedad que los mira de reojo (cuando no con abierta hostilidad). O sea, moros en la costa.
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Tomás Moro (en este caso con mayúscula) abordó el tema del oro en su famosísimo tratado utópico. En esa magna obra, tantas veces mentada, aludía a una sociedad ideal en la que se despreciaban los metales nobles, y el oro servía únicamente para confeccionar orinales y otros utensilios serviles. El oro, la plata, el lucro en general, se consideraban rémoras ignominiosas en una sociedad utópica cuyos habitantes aspiraban a la justicia social y a la valoración de los saberes. Todo muy bonito, pero si despreciáramos el oro, los metales nobles y las piedras preciosas, ¿qué iba a ser de joyeros y plateros, gremio de gran tradición, solvencia y empaque en Salamanca? Una vez más, me remito a lo que decía el enterrador: que no se muera nadie, pero que vivamos todos.
La justicia social, tal como van las cosas, es, en efecto, una utopía. Excepto en los periodos electorales, cuando hasta el cielo se puede asaltar con solo extender la mano. Nos recuerda el filósofo inglés en su “Utopía” escrita, por cierto, en latín y publicada en 1516, que en esa sociedad ideal no existiría el desempleo, los gobernantes serían justos y los clérigos virtuosos. Por su parte, Francis Bacon, en el primer tercio del XVII, introduce ya la idea de que la ciencia puede ayudar al desarrollo en la sociedad ideal que él preconizaba para su Nueva Atlántida. Y William Morris, uno de los padres del llamado socialismo utópico, nos dice a finales del XIX que se debería abolir toda actividad mercantil con ánimo de lucro.
Estas ideas y las de otros muchos pensadores, como Samuel Butler (cuya sociedad perfecta se encuentra ficticiamente ubicada en un remoto paraje perdido en las montañas de Nueva Zelanda) pueden hacernos sonreír ahora, cuando tantas veces se ha proclamado el fin de las utopías y de otros muchos principios ideológicos. En realidad, el crudo realismo con tintes distópicos ya se anunció en el siglo pasado por medio de autorizadas voces como las de Orwell, Huxley o William Golding. Ahí están sus obras.
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Ahora tenemos lo que tenemos, estamos a lo que estamos, y hay que hacer en los municipios, en las autonomías y en Europa abundantes cestos con estos frágiles mimbres. Encomendemos, pues, nuestra papeleta a quien nos parezca el mejor gestor y seamos realistas: pidámosles a los políticos lo imposible.
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