El pasado verano, cuando empezamos a respirar tras el infierno del confinamiento, escuché varias veces la siguiente afirmación: “A la playa no vamos ni locos ... que nos contagiamos. Mejor nos vamos al pueblo que estamos más seguros”. Casi un año después no hay que ser virólogo ni experto en pandemias para decir que esa aseveración era una estupidez. Más que eso. Era una temeridad. Si algo nos ha demostrado la epidemia del SARS-CoV-2 es que el principal aliado del virus es la socialización. Apunté hace meses en esta misma tribuna que si no queríamos que la economía se hundiese todavía más había que decir un hasta luego al ‘spanish way of life’. Acudir a los bares y restaurantes con nuestros convivientes o círculos más próximos (algo que deberían repetir machaconamente políticos y hosteleros) y aparcar por un tiempo unas reuniones familiares y de amigos donde, al segundo vino, la mascarilla desaparece y la distancia entre bocas es de unos pocos centímetros. La experiencia del pasado verano nos demostró que los contagios de coronavirus no se produjeron en Asturias y Galicia a pesar de haber congregado a miles de visitantes. La transmisión estuvo en los pueblos y ciudades. En las ‘no fiestas’ y en las peñas de jóvenes y no tan jóvenes. Algo parecido a lo que se replicó en Navidad, con el agravante de que en diciembre esas jaranas se vivieron en espacios cerrados, el caldo de cultivo ideal para el ‘bicho’. El resultado es el que todo el mundo sabe.
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Un año después del inicio de la pesadilla vamos conociendo un poco más a nuestro enemigo. Sabemos que no pulula por las aceras. Por tanto es inútil limpiar las suelas de los zapatos o quitárnoslos al entrar en casa. Los últimos estudios señalan que el contagio por tocar superficies es casi remoto. Esto convierte en estéril desinfectar calles, parques, los pomos de las puertas y tocar con una llave el botón del ascensor. Incluso resulta complicada la transmisión en un avión o incluso en el metro si todos los viajeros están protegidos por su mascarilla y además no hablan a grito pelado (aprendamos de los japoneses).
Aseguraba la pasada semana el concejal del Ayuntamiento de Salamanca Fernando Castaño que el turismo “evita contagios”. Aunque admiro su valentía por no tener pelos en la lengua, durante toda la pandemia he discrepado profundamente de su postura y de gran parte de sus polémicas declaraciones. Sin embargo, en este caso el razonamiento del bueno de Fernando tiene lógica. Cierto es que no ha usado la frase más acertada (prefiero decir que el turismo es seguro porque lo único que evita contagios es quedarse en casa) pero teniendo en cuenta que la economía se tiene que reactivar sí o sí, viajar es la forma más fiable de hacerlo.
Es muy simple. La mayoría de los que se van a la playa o a la montaña lo hacen en familia o, como mucho, con amigos con los que tienen un contacto habitual. Una vez en el destino, es difícil que socialicen con otras personas más allá de una conversación con el recepcionista del hotel y con el camarero del restaurante. En la playa se ha demostrado que nadie se va a contagiar si guardamos la distancia social en la arena. De hecho algunos ya odiábamos antes de la pandemia que los borregos de siempre plantaran su toalla a dos centímetros de la tuya. Haciendo senderismo o disfrutando de una piscina natural, el virus tampoco va a hacer de las suyas. Por lo tanto estamos ante una actividad segura. Y mucho más si en unos meses la población más vulnerable está vacunada y el acceso a los test de detección se democratiza para que todos los que queramos movernos lo hagamos con seguridad.
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Espero que este verano los ayuntamientos no cometan el error de cerrar las piscinas (mucho menos las naturales). Que este Gobierno central que ataca sin piedad al sector turístico lo apoye decididamente en forma de bonos y otras ayudas para propiciar que todos los españoles, con independencia de su situación económica, se puedan permitir unas merecidas vacaciones. Soy partidario de guardar la ropa en Semana Santa para no caer en la torpeza de Navidad, y así llegar a la época estival en una situación más o menos normalizada que permita salvar al auténtico motor económico de este país.
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