Los pequeños pueblos también se nos mueren ante el sopor y el hastío mortal que supone carecer de un simple bar, de los de antaño, ... donde los lugareños podían reunirse a charlar o echar la partida, como bien advertía esta semana ese diputado de Teruel Existe, proponiendo en el Congreso una ley que los proteja mediante ayudas y exenciones fiscales.
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Además de los bares, siempre recordaré que aquel extraordinario mundial del 74, en cuya final se enfrentó la Holanda de Cruyff y Neeskens contra la Alemania de Müller y Beckembauer, los chavales de Ituero lo vimos en el Teleclub.
Es decir, que aquella generación de los boomer que crecimos en alguno de estos pueblos teníamos el teleclub, un espacio mítico y legendario, cuya existencia es harto difícil de explicar a las nuevas generaciones.
No era ni bar ni biblioteca, no era sala de la palabra ni club de citas, no era cálida capillita ni colegio privado, no era salón de juegos ni ateneo. Era más bien un acogedor refugio para no quedarnos a la intemperie cuando teníamos ganas de escapar de nuestras casas y reunirnos con los amigos bajo un techo que nos resguardase de la lluvia o el calor.
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Allí conocimos a Tarzán y Starsky y Huch en compañía de los colegas, leíamos la TeleRadio, los tebeos de El Capitán Trueno, o aquella colección de novelitas de Salvat escrupulosamente colocadas en un armario sobre el que se apilaban los trofeos que le habíamos ganado al Campillo C. F.. Podíamos cambiar cromos, o jugar al ajedrez. O copiarnos unos a otros los deberes para descubrir al día siguiente que todos habíamos cometido el mismo error.
La llave del teleclub dormía cada noche en una alcayata a la entrada de la casa del cura, pero nos la dejaba a la salida de clase y hacíamos nuestra vida lejos de la supervisión de los adultos que preferían el bar de Esmeralda.
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Y hasta ligábamos si se terciaba antes de que los programas educativos consideraran que no era tan pernicioso que chicos y chicas compartiesen el mismo aire en las aulas.
Los teleclubs desaparecieron hace una eternidad y ya no existen más que en el recuerdo de aquellos que vivimos en un pequeño pueblecito. No estaría mal que a alguien se le ocurriese recuperarlos antes de que los poquísimos chavales que quedan en ellos se nos mueran todos de un ataque letal de aburrimiento y soledad.
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