Asistimos conmovidos a los acontecimientos que tienen lugar en Cataluña en los últimos tiempos, en particular a los sobrevenidos tras la publicación de la condena ... del Tribunal Supremo a los políticos que en 2017 trataron de llevar a efecto, en flagrante ilegalidad, la secesión de aquella comunidad autónoma. Lo hacemos con una mezcla de sensaciones en la que unas veces se impone la irritación y otras la tristeza, pero en la que siempre está presente la incredulidad —una quizá tonta incredulidad—, la de quienes asisten a algo que nunca pensaron que fuera a suceder.
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Lo peor, por supuesto, es ahora la violencia, esa violencia —otra vez la incredulidad— nada espontánea, sino al revés, medida, organizada, de horario previsible, de “happy hours”, practicada no por masas desarrapadas y desesperadas sino por fanatizados adolescentes guais que con una mano se hacen un selfi y con la otra lanzan piedras a policías paralelamente intimidados por vecinos de las clases superiores. Pero nada hay más revelador de la profundidad de esta crisis que la imposibilidad radical de establecer un diálogo que pueda conducir a alguna parte, porque este solo es posible cuando al menos existe un acuerdo sobre el significado de las palabras. Y esto es precisamente lo que no sucede, quizá lo primero que dejó de suceder sin que nos diéramos cuenta.
Los discursos, las palabras, no son medios neutrales de transmisión sino elementos que moldean la realidad e incluso pueden crearla. En el espacio público la primera de las batallas que resulta preciso librar es siempre la de las palabras. De ello han sido muy conscientes los nacionalistas, decididos a llevar a efecto, sin prisa pero sin pausa, un proceso de transformación de la realidad que hacía imprescindible que las palabras cambiaran de significado. Hace muchísimo que los grupos parlamentarios nacionalistas se llamaron “minoría catalana” o “grupo vasco” y nadie se opuso a esa apropiación indebida que implicaba negar la catalanidad o la vasquidad de los que no fueran nacionalistas. Se dijo hace mucho que algunas comunidades autónomas tenían lengua “propia” y nadie rechistó pese a que eso suponía aceptar que el español que hablaban la mayoría de sus habitantes era una lengua “ajena”. Entonces arrancaron procesos de “normalización” lingüística que primaban el catalán o el vasco sobre la lengua común y apenas nadie se opuso a que esa discriminación fuese considerada “normal”. Hoy dicen que existe un indiscutible “derecho a la autodeterminación” que ninguna constitución del mundo civilizado reconoce. Que las algaradas e incendios en las calles suponen un “tsunami democrático”. Que los sabotajes de las comunicaciones constituyen “marchas por la libertad”. Y a menudo no hay palabras para llamar a las cosas por su nombre. Basta con ver las dificultades que sufren los periodistas de los medios nacionales que han informado sobre los sucesos de Cataluña cuando buscan, si buscan, palabras diferentes a las que allí se han impuesto. La lengua, lo escribió hace poco Álex Grijelmo, es la primera víctima de lo que pasa.
En estos últimos días ha resultado particularmente penoso el papel desempeñado por las universidades catalanas. Primero, cuando se conoció la sentencia, los rectores aprobaron un sinuoso comunicado conjunto en el que reivindicaban la paz, el diálogo y el pluralismo, pero no para arropar a un Estado que se sustenta precisamente en esos valores, sino para solidarizarse con los condenados por quebrantarlos. Después los claustros, con el apoyo de unos cuantos y el silencio de la mayoría, han aprobado declaraciones a favor de quienes denominan “presos políticos” y contra la “represión y la violencia policial”, que al parecer habría sobrevenido por arte de birlibirloque. Sometidas a una presión insoportable, las autoridades universitarias han acabado aceptando modificaciones en los sistemas de evaluación de los estudiantes, para que quienes participan en la paralización de la actividad universitaria no sufran perjuicio alguno: si esos sistemas de evaluación no estaban previstos cuando las titulaciones fueron autorizadas a impartirse, se incumplirá manifiestamente la legalidad. Algunos, quizá cada vez menos, son conscientes de lo que pasa. Otros, quizá cada vez más, han perdido ya el recuerdo de lo que significan las palabras.
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