Reconozco que nunca pensé que viviría una guerra. Las he imaginado muchas veces por lo que he leído y también por lo que he escuchado a mis mayores. Pero jamás supuse que en este siglo de civilización, bienestar, tecnología y avances científicos viviría una contienda ... como la que, usted y yo, estamos sufriendo estos días.
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Esta guerra tiene lugares comunes con las de antes. El miedo, el confinamiento, el ejército, la escasez, los triajes en las urgencias o el aplauso del pueblo a las tropas. Pero otros son completamente inéditos. El enemigo es invisible, volátil, letal, inesperado, aleatorio, dañino y altamente expansivo. El adversario traspasa fronteras sin control e invade la vida cotidiana de la gente a través de un simple aliento. De ahí su peligro.
Hasta hoy las contiendas conocidas tenían banderas, soldados, balas o trincheras. Los ejércitos llevaban armas y los países se unían en bloques para hacer frente al enemigo. Ahora el territorio es la salud, la bandera es siempre blanca, los soldados son los sanitarios, las trincheras las camas de los hospitales y las balas los respiradores o los test, que no acaban de llegar por más que la propaganda política se empeñe en convencernos de lo contrario. Hoy los servicios de inteligencia son los científicos que buscan contrarreloj una vacuna. Y los países, en vez de unirse en bloques, se disputan las soluciones compradas a la desesperada en el país en el que se originó el problema.
El coronavirus ha venido para cambiarlo todo, también las guerras modernas. La enfermedad nos ha convertido en el escenario de una distopía difícil de imaginar hace solo tres meses. Nos ha puesto a todos en el frente, porque todos somos víctimas potenciales. Nos ha convertido en sospechosos, porque cualquiera puede portar el virus sin ni siquiera saberlo. Y además, nos ha señalado ante el resto del mundo para que ahora sean otros, los que nos rechazan en sus fronteras. Un perfecto guión distópico que se completa con el triaje a los mayores en los hospitales y el abandono de algunas residencias por la incapacidad de atenderlas. Pavoroso, ¿verdad? Pues así es ahora la batalla. Y encima, para mayor crueldad del enemigo, ahí están las víctimas contadas en curvas y picos para acabar de deshumanizar la desgracia. Ni siquiera se permite un simple adiós de los familiares para llorar al destino.
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He de confesar que no me acostumbro a esta guerra. Imagino que eso habrá pasado siempre a lo largo de la historia. Me cuesta asumir las consecuencias presentes y futuras de una realidad que habría sonado ficticia no hace tanto tiempo. Espero su fin cuanto antes. No sé cuándo, cómo, dónde o quién anunciará el armisticio. Pero también le confieso otra cosa. Me da miedo la postguerra. Sé cómo han sido hasta ahora, pero no sé si habrá una nueva distopía a la vuelta de esta pandemia.
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