Despacito, sin sobrepasar los reglamentarios 30 kilómetros por hora que tanto nos angustian a los estresados, circulaba por el centro de Salamanca, el domingo por la tarde, un casi centenario Ford A descapotable. En su asiento trasero, un hombre que parecía sacado de otra época ... miraba con el rictus serio a cuantos se volvían para contemplar el espectáculo. Su destino, la plaza de toros de La Glorieta.

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De esta guisa llegó Morante de la Puebla al coso en el que, minutos más tarde, armaría un taco de proporciones siderales con su toreo de seda. Estas cosas solo las puede hacer un fenómeno. Y el sevillano lo es por los cuatro costados.

No pude verlo en directo. No fui una de esas seis mil almas que colgaron el cartel de ‘no hay billetes’ en la plaza para enloquecer con el arte de la principal figura del toreo en la actualidad. Me tuve que conformar con Chaves, Manzanares y Roca Rey, que no es poco.

Y es que me agrada destinar una tarde de ferias -la economía no da para más- para disfrutar del arte de Cúchares y, si puede ser con mi hijo, mucho mejor. El mozo va creciendo y ahora está en la fase de las preguntas de difícil respuesta. Así que, nada más sentarnos en el tendido, mientras contemplábamos cómo los alguacilillos desalojaban figuradamente el albero, me espetó: “Oye, papá, ¿a ti por qué te gustan los toros?”

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Incómodo silencio. “No sé, hijo, es algo que desde pequeño me ha emocionado cuando lo veía en la tele. Es difícil de describir”. Tuvo que pasar más de media corrida para que José María Manzanares ligara varios muletazos a cámara lenta a su morlaco de Núñez del Cuvillo, los cuales me hicieron gritar: ¡Ooooole! Y en ese momento, en voz baja y al oído, le susurré: “Por eso, hijo, por eso me gustan los toros”.

Minutos más tarde, un escalofrío recorrió mi espalda al ver cómo Roca Rey se jugaba la vida entre los pitones de “Blanquito”, que buscaban su taleguilla mientras se lo pasaba por cercanías inverosímiles. Volví a decirle en voz baja: “Y por eso también, hijo”.

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Creo que lo entendió. Quizás comprendió mejor el valor en la fragilidad del peruano que el arte en el poderío del alicantino. Pero salió de la plaza con una sonrisa de oreja a oreja, que solo se le desdibujó cuando me reconoció que había quedado más tarde con unos amigos y temía que le iban a decir de todo simplemente porque había ido a los toros. Así está el patio de cuadrillas juvenil.

Precisamente, esa misma tarde me crucé en el tendido con una vieja amiga, cuyos hijos habían estudiado en la guardería con la mía. Me preguntó por qué no había venido ella también a la corrida. Le respondí que era antitaurina y anticapitalista. Debí hablar demasiado alto -es uno de mis muchos defectos- porque sentí de inmediato cómo decenas de ojos con miradas de desaprobación se clavaban en mí.

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“A los dos los he educado igual -me excusé ante mi conocida y, de paso, ante el respetable-, pero cada uno es libre de tomar su camino. Desde el respeto, eso sí”.

Cuando ya caminábamos de vuelta a casa, el chaval volvió a sus cavilaciones y me interrogó: “¿Tú crees que se acabarán los toros?”. Le garanticé que no. “Mientras la juventud continúe viniendo a la plaza, como todos esos que has visto ahí arriba de la Grada Joven, o esos nietos que estaban sentados junto a sus abuelos aprendiendo cómo es la lidia, la magia que desprende este arte inmortal seguirá viva”, le expliqué.

Y es que, la polarización que nos invade y las posturas intransigentes, azuzadas por las redes sociales, no podrán con la libertad que transmitía Morante, montera bien calada, a bordo de un descapotable de 1928 por las calles de Salamanca camino de la gloria. Gracias, maestro.

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