No cabe duda de que la palabra del pasado fin de semana fue cribado. Y no me refiero al que protagonizó Pedro Sánchez el sábado dejando en la cuneta a su fiel Iván Redondo y a ministros tan ‘contagiados’ como Carmen Calvo, José Luis Ábalos, ... Isabel Celaá, Pedro Duque, Arancha González Laya y Juan Carlos Campo. A Miquel Iceta ha preferido ponerle en cuarentena por no sé qué oscuras razones.
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El cribado que realmente nos interesa es el que tuvo lugar el domingo en el pabellón Miguel de Unamuno en Salamanca, en el que varias cosas llamaron poderosamente la atención. Las autoridades sanitarias se mostraban contentas porque la cita tuvo más participación de la esperada. Poco más de 4.000 jóvenes de entre 14 y 29 años. Si a los 47.000 salmantinos que disfrutan de esas maravillosas edades, restamos los aproximadamente 11.500 que ya han pasado la enfermedad y les sustraemos los cerca de 2.000 -tirando por lo alto- que pueden estar confinados en estos momentos, bien por haberse contagiado, bien por ser contacto estrecho, nos quedan unos 33.500. Evidentemente, los jóvenes de La Bouza, a los que les costaría llegar a la capital del Tormes casi dos horas, no iban a presentarse. Como los de muchos municipios de la provincia. Aún así, solo en la capital viven unos 25.000 mozos. Por lo tanto, la participación -aunque superó a la registrada en Burgos o en León- no fue para tanto. De los 4.000 que demostraron responsabilidad, 218 dieron positivo, un 5,4%. Todos ellos asintomáticos. Ahora hagan el cálculo y piensen en el número de chavales que andan sueltos por Salamanca con el bicho dentro y sin saber que están contagiando a cuantos les rodean. Pura estadística.
Es más, los 4.000 que acudieron a que les metieran el palito por la nariz han demostrado su sensatez a la hora de actuar. Al resto, solo podemos presuponérsela.
Con este panorama, resulta evidente que hay que organizar más cribados. Ya lo dijo la OMS desde el principio de la pandemia: “test, test, test”. Constituyen la única forma de cortar las cadenas de contagios. Y en estos momentos de expansión pandémica juvenil son más necesarios que nunca. Podrían organizarse en las cabeceras de comarca para facilitar el acceso a los que viven en los pueblos. O si tiramos de algo más de imaginación, incluso podrían instalarse en lugares donde se sabe que va a haber concentraciones de muchachadas. Cualquier esfuerzo es poco para atajar esta escalada que, por fortuna, de momento no se está traduciendo en hospitalizaciones, pero que influye en nuestra imagen exterior de cara al turismo, una de nuestras mayores industrias.
La organización del cribado tampoco brilló. Las autoridades sanitarias señalaron que tenían previstos 6.000 test. No se entiende, por lo tanto, que desde primera hora no tuvieran los puestos suficientes para atender a todos los jóvenes que se presentaron. Mi hijo, sin ir más lejos, estaba citado a las doce del mediodía. Acudió, como siempre, con la hora pegada. Y tuvo que esperar más de una hora para ser atendido. Como el día -vaya casualidad- fue el más caluroso en lo que llevamos de año y con una calima que acrecentaba la sensación térmica, más de uno al ver la cola, que cruzaba todo el campus y llegaba a la avenida de Champagnat, decidió volverse a casa. Y eso no puede ser. Si ya es complicado convencer a la mayoría de los rapaces de la necesidad de hacerse un test de antígenos, si no ponemos todas las facilidades, resulta casi imposible.
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Tengo la sensación de que desde que el presidente Sánchez, el del cribado masivo en su “consejo de ministras”, anunció el fin de las mascarillas en la calle, hemos entrado en un peligroso “modo verano” que nos ha conducido sin remisión a esta quinta ola. Los controles de la Policía en locales de ocio nocturno brillaron por su ausencia a finales de curso, las multas por botellones menguaron misteriosamente, los rastreos de esta oleada se están haciendo con mucha más relajación. ¿Falta de personal por vacaciones? ¿Fatiga pandémica de las autoridades? Menos ruedas de prensa plañideras y más acciones eficaces. Nos va la vida en ello.
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