Los meteorólogos coinciden en que en invierno hace frío y en verano hace calor. Al menos en este hemisferio, porque en el otro la cosa ... pinta al revés. Entre ambos extremos, todo son matices, modulaciones y excepciones. En los tiempos del inefable hombre del tiempo, Mariano Medina de la tele en blanco y negro, el culpable de las olas de calor, de frío, de borrascas y turbulencias era al “barco K”, que debía de estar navegando o fondeado en algún punto del Atlántico frente a las costas de Galicia. Uno se imaginaba a los esforzados medidores de altas y bajas presiones barométricas haciendo equilibrios mientras el oleaje batía la cubierta del barco informador. En cierta ocasión, las previsiones le jugaron una mala pasada a don Mariano y hubo de afeitarse el bigote por haber fallado en los pronósticos. Cumplió su promesa. Algunos lectores lo recordarán.

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Ahora, la sofoquina estival ha llegado de manera repentina –pero no por ello menos anunciada— con tintes incluso alarmistas. Teóricos de diverso pelaje han salido en tromba a advertir de los riesgos y a dar consejos de lo que se puede y no se puede hacer al sol. Cosas, al fin y al cabo, de sentido común. Por ejemplo, cuando veo a gentes que a las horas más tórridas del día trotan sudorosas, resoplando y echando los belfos a punto de desfallecer, considero hasta qué punto la inconsciencia humana prima sobre la razón.

Los días de finales de junio son más largos y sesteantes. El calor es punzante y pegajoso, y la ola de calor condiciona los comportamientos de humanos y bestias (que pueden llegar a ser la misma cosa). Así, la aparición de la bestezuela Otegui en TVE al amparo de la evidente falacia de que su jeta de borrico es “de interés periodístico” me recuerda a la aparición de Satán en plena canícula en la novela rusa “El maestro y Margarita”.

Salimos a la calle y nos encontramos con los asfaltos humeantes, las brasas de la tierra, la boca del infierno (ya suprimido por el Papa, tras haber eliminado de un plumazo el seno de Abraham o limbo de los justos), el sol del verano, en una palabra, que ablanda la cera y endurece el barro. La sabiduría popular dice que lo que quita el frío quita el calor. Tal vez por eso Unamuno visitaba la Hurdes en pleno mes de agosto de 1913 vistiendo pulcramente un traje de paño que produce sofocos con tan solo ver las fotografías.

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Tenemos todavía políticos ansiosos de acomodarse al sol que más calienta, pendientes de componendas, pactos o decisiones judiciales. Ellos sufren los efectos de la climatología, conscientes de que siempre ha hecho más frío en la oposición que en el gobierno. Alguno mendiga un mendrugo de pan y un lugar junto al fuego, aunque luego se achicharre. Mi consejo ante estos días tan calurosos es el siguiente: botijo, sombrajo y fuera refajo.

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